Dilthey: Introducción a las ciencias del espíritu

Traducción de Eugenio Imaz. México – Buenos Aires: FCE,

Prólogo

El libro cuya primera mitad publico ahora traba un método histórico con otro sistemático para tratar de resolver la cuestión de los fundamentos filosóficos de las ciencias del espíritu con el mayor grado posible de certeza. El método histórico sigue la marcha del desarrollo en el cual la filosofía ha pugnado hasta ahora por lograr semejantes fundamentos; busca el lugar histórico de cada una de las teorías dentro de este desarrollo y trata de orientar acerca del valor, condicionado por la trama histórica, de esas teorías; adentrándose en esta conexión del desarrollo quiere lograr también un juicio sobre el impulso más íntimo del actual movimiento científico. De esta suerte la exposición histórica prepara el fundamento gnoseológico que será objeto de la segunda mitad de este ensayo.

Como la exposición histórica y la sistemática se han de completar de esta suerte, una referencia a las ideas sistemáticas fundamentales habrá de facilitar la lectura de la parte histórica.

Con el otoño de la Edad Media comienza la emancipación de las ciencias particulares. Pero entre ellas la ciencia de la sociedad y la Historia siguen hasta muy entrado el siglo en la vieja servidumbre con respecto a la metafísica. Y el prestigio creciente del conocimiento natural ha traído como consecuencia una nueva relación de servidumbre no menos opresiva que la antigua. La escuela histórica —entiéndase la expresión en su sentido más amplio— ¡levó a cabo la emancipación de la conciencia histórica v de la ciencia histórica. Por la misma época en que el sistema de las ideas sociales —derecho natural, religión natural, teoría abstracta del estado y economía abstracta— desarrollaba en Francia sus consecuencias prácticas con la Revolución, en que los ejércitos revolucionarios ocupaban v destruían el viejo edificio del Imperio alemán, tan maravillosamente construido y recubierto de la pátina de una historia milenaria, se desarrollaba en Alemania la visión del crecimiento orgánico como u n proceso en que surgen todos los hechos espirituales, demostrando así la falta de verdad de todo aquel sistema de ideas sociales. Este movimiento marcha desde Winckelmann y Herder, a través de la escuela romántica, hasta Niebuhr, Jacobo Grimm, Savigny y Bödckh. Fue reforzado por el contragolpe que siguió a la Revolución. Se extendió en Inglaterra por medio de Burke, en Francia gracias a Guizot y a Tocqueville. Penetró en la palestra de la sociedad europea, donde se disputaban cuestiones de derecho, de política o de religión, en abierta enemistad con las ideas del siglo XVIII. Animaba a esta escuela una intención puramente empírica, un ahondamiento amoroso en las particularidades del proceso histórico, un espíritu universal que, al considerar la historia, pretendía determinar el valor de cada hecho singular partiendo inicialmente de la trama del desarrollo y un espíritu histórico que, dentro de la ciencia d e la sociedad, buscaba en el estudio del pasado la explicación y la regla del presente y para el que la vida espiritual era en todos sus puntos histórica. De este movimiento ha partido una corriente de nuevas ideas que ha circulado por innumerables canales en todas las ciencias particulares.

Pero la escuela histórica no ha roto todavía aquellas limitaciones internas que tenían que obstaculizar su desenvolvimiento teórico lo mismo que su influencia sobre la vida. A su estudio y valoración de los fenómenos históricos les faltaba la conexión con el análisis de los hechos de la conciencia, por lo tanto, les faltaba el fundamento en la única ciencia segura en última instancia, en una palabra, el fundamento filosófico. No existía una relación sana con la teoría del conocimiento y con la psicología. Por eso no logró un método explicativo ni fue capaz, a pesar de su intuición histórica y de su método comparado, de establecer una trabazón autónoma de las ciencias del espíritu ni de marcar un influjo sobre la vida. Así estaban las cosas cuando Comte, Stuart Mili y Buckle trataron de descifrar de nuevo el enigma del mundo histórico trasladando a él los principios y los métodos de la ciencia natural, ante la protesta estéril de una visión más viva y más honda, que, no obstante, ni podía desarrollarse ni encontraba su fundamento frente a otra concepción más prosaica y superficial pero dueña del análisis. La oposición de un Carlyle y de otros espíritus llenos de vida contra la ciencia exacta fue síntoma de esta situación, lo mismo por la energía de su odio como por la premiosidad de su lenguaje. Y ante semejante inseguridad acerca de los fundamentos de las ciencias del espíritu, pronto los especialistas se refugiaron en la mera descripción, o encontraron satisfacción en concepciones subjetivas muy ingeniosas, o se entregaron en brazos de una metafísica que promete al que se le confía principios que han de tener la fuerza de transformar la vida práctica.

Sintiendo esta situación de las ciencias del espíritu, ha surgido en mí el intento de fundamentar filosóficamente el principio de la escuela histórica y el trabajo de las ciencias particulares de la sociedad inspirado todavía por esa escuela, para de esta manera arbitrar entre ella y las teorías abstractas. En mis trabajos me inquietaban cuestiones que, seguramente, han inquietado también a todo historiador, jurista o político reflexivo. Así surgieron, en mí, espontáneamente, la necesidad y el plan de una fundación de las ciencias del espíritu. ¿Cuál es el plexo de las proposiciones que se hallaría en la base de los juicios del historiador, de las conclusiones del economista, d e los conceptos del jurista y que sería capaz de prestarles seguridad? ¿Alcanza ese plexo hasta los dominios de la metafísica? ¿Existen, acaso, una filosofía de la historia o un derecho natural sostenidos por conceptos metafísicos? Si esto n o es admisible ¿dónde encontrar el respaldo firme para una red de proposiciones que trabe a las ciencias particulares v les preste seguridad?

Las respuestas que Comte y los positivistas, Stuart Mill y los empiristas dieron a estas cuestiones me parecían mutilar la realidad histórica para acomodarla a los conceptos y métodos de las ciencias de la naturaleza. Hubo contra esta tendencia una reacción, representada genialmente por el Microcosmos de Lotze, que me parecía sacrificar a una necesidad sentimental la justificada independencia de las ciencias particulares, la fuerza fecunda d e sus métodos experimentales y la seguridad de los fundamentos, necesidad sentimental que retorna nostálgicamente hacia el pasado ante la pérdida del contento de ánimo que achaca a la ciencia. Sólo en la experiencia interna, en los hechos de la conciencia encontré un punto seguro donde anclar mi pensamiento, y espero confiadamente que ningún lector se sustraerá, en este terreno, a la fuerza de la demostración. Toda ciencia es ciencia de la experiencia, pero toda experiencia encuentra su nexo original y la validez que éste le presta en las condiciones de nuestra conciencia, dentro de la cual se presenta: en la totalidad de nuestra naturaleza. Designamos este punto de vista —que reconoce, consecuentemente, la imposibilidad de ir más allá de esas condiciones, pues eso equivaldría a pretender ver sin ojos o tratar de llevar la mirada del conocimiento detrás del aparato visual— como gnoseológico; la ciencia moderna no puede reconocer ningún otro. Pero vi también que la independencia de las ciencias del espíritu encontraba precisamente su fundamento, el que necesitaba la escuela histórica, en este punto de vista. Pues desde él nuestra imagen de la naturaleza entera se ofrece como mera sombra arrojada por una realidad que se nos oculta, mientras que la realidad auténtica la poseemos únicamente en los hechos de conciencia que se nos dan en la experiencia interna. El análisis de estos hechos constituye el centro de las ciencias del espíritu y así, correspondiendo al espíritu de la escuela histórica, el conocimiento de los principios del mundo espiritual permanece dentro de este mismo mundo y las ciencias del espíritu constituyen de esta suerte un sistema autónomo.

Si en estos puntos coincidía diversamente con la escuela gnoseológica de Locke, Hume y Kant, me era menester, sin embargo, concebir la conexión de los hechos de la conciencia en que unos y otros encontramos todo el fundamento de la filosofía de manera distinta que esa escuela. Si prescindimos de unos cuantos gérmenes, como los que nos ofrecen Herder y Wilhelm von Humboldt, gérmenes que no lograron el desarrollo científico, hasta ahora la teoría del conocimiento, lo mismo la empírica que la kantiana, ha explicado la experiencia y el conocimiento a base de un hecho que pertenece al mero representar. Por las venas del sujeto conocedor construido por Locke, Hume y Kant no circula sangre verdadera sino la delgada savia de la razón como mera actividad intelectual. Pero mi interés histórico y psicológico o o r el h o m b r e entero m e condujo a colocar a este hombre en la diversidad de todas sus fuerzas, a este ser que quiere, siente y representa como fundamento también de la explicación del conocimiento y de sus con­ceptos (tales como mundo exterior, tiempo, sustancia, causa) a pesar de que el conocimiento parece tejer estos conceptos con sólo la materia que le proporcionan el percibir, el representar y el pensar. El método del si­guiente ensayo es, por lo tanto, éste: reintegro cada elemento del actual pensamiento abstracto, científico, a la entera naturaleza humana, tal como nos la muestran la experiencia, el estudio del lenguaje y el de la historia, y busco luego su conexión. Así resulta que los elementos más importantes que integran nuestra imagen y nuestro conocimiento de la realidad, tales como unidad personal de vida, mundo exterior, individuos fuera d e nos otros, su vida en el tiempo y sus interacciones, pueden explicarse todos par­tiendo de esta naturaleza humana enteriza que encuentra en los procesos reales y vivos del querer, del sentir y del representar no más que sus dife­rentes aspectos. N o la hipótesis de u n rígido a. priori d e nuestra facultad conocedora, sino únicamente la historia evolutiva del desarrollo, que parte de la totalidad de nuestro ser, puede responder a las cuestiones que habremos de plantear a la filosofía.

Así parece resolverse también el misterio más recalcitrante de esta fundamentación, la cuestión del origen y legitimidad de nuestra convicción acerca de la realidad del mundo exterior. Para la mera representación el mundo exterior no es más que un fenómeno, mientras que para nuestro entei:o ser volitivo, afectivo y representativo se nos da, al mismo tiempo que nuestro yo y con tanta seguridad como éste, la realidad exterior (es decir, otra cosa independiente de nosotros, sean cuales fueren sus deter­minaciones espaciales); por lo tanto, se nos da como vida y no como mera representación. Sabemos de este mundo exterior, no en virtud de una conclusión que va de los efectos a las causas o de un proceso que correspondería a esta conclusión sino que, por el contrario, estas nociones de efecto y causa no son más que abstracciones sacadas de la vida de nuestra voluntad. Así se ensancha el horizonte de la experiencia que en un principio parecía darnos noticia únicamente de nuestros propios estados internos: con nues­tra propia unidad de vida se nos da, al mismo tiempo, un mundo exterior, se hallan presentes otras unidades de vida. Pero en qué medida pueda yo demostrar esto y en qué medida, además, me será posible, partiendo del punto de vista señalado, establecer el conocimiento de la sociedad y de la historia sobre una trabazón segura, es cosa que dejo al juicio ulterior del lector de este ensayo.

No he evitado cierta prolijidad al objeto de poner en relación las ideas capitales y las proposiciones principales de esta fundación gnoseológica de las ciencias del espíritu con los diversos aspectos del pensamiento científico del presente y enriquecer así el fundamento. A esto se debe que el ensayo parta, en primer término, de la visión de conjunto de las ciencias particulares del espíritu, y a que ellas nos brindan el amplio material y el motivo de todo este trabajo, y que extraiga conclusiones retomando desde ellas (libro primero). El volumen presente prosigue luego con la historia del pensamiento filosófico que busca los fundamentos sólidos del saber a través de la época en que se decidió la suerte de la fundación metafísica (libro segundo). Se intenta demostrar que la existencia de una metafísica universalmente reconocida estaba condicionada por una situación de las ciencias que ya se ha esfumado y que, por lo tanto, pasó el tiempo en que se podían fundar metafísicamente las ciencias del espíritu. El segundo volumen se ocupará del proceso histórico de las ciencias particulares y de la teoría del conocimiento, y tratará de exponer y juzgar los trabajos gnoseológicos hasta el presente (libro tercero). Se intentará luego una fundación gnoseológica propia de las ciencias del espíritu (libros cuarto y quinto). La prolijidad de la parte histórica no se debe únicamente a las necesidades prácticas de una introducción, sino que obedece también a mi convicción acerca del valor que corresponde a la percatación histórica junto a la gnoseológica. Esta misma convicción se manifiesta en esa preferencia por la historia de la filosofía que prevalece hace varias generaciones, como también en los intentos de Hegel, el Schelling de la segunda época y Comte para fundamentar su sistema históricamente. La justificación de esta convicción resulta todavía más patente una vez aceptada la idea de desarrollo. Pues la historia del desarrollo intelectual muestra el crecimiento del mismo árbol a la luz clara del sol, árbol cuyas raíces tiene que buscar bajo la tierra el trabajo de fundación gnoseológica.

Mi tema me condujo a través de campos muy diversos del saber, así que será fácil señalarme errores varios. Ojalá que la obra cumpla en alguna medida con lo que se propone: juntar en un haz coordinado el conjunto d e ideas históricas y sistemáticas que el jurista y el político no menos que el teólogo y el historiador necesitan como base para u n estudio fecundo en sus ciencias particulares.

Aparece este ensayo antes de haber saldado una vieja deuda: la de terminar la biografía de Schleiermacher. Al ultimar los preparativos para la segunda mitad de esa obra, resultó en medio del trabajo que la exposición y crítica del sistema de Schleiermacher suponían explicaciones previas acer­ca de las cuestiones últimas de la filosofía. Por eso la biografía quedó aplazada hasta la aparición del presente volumen, que me ha de ahorrar semejantes explicaciones.

Berlín, Pascuas, 1883.

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