Text de 1859 titulat "On Liberty" és una de les pedres fundacionals del liberalisme modern.
I. Introducción
El objeto de este ensayo no es el llamado libre albedrío, que con tanto desacierto se suele oponer a la denominada —impropiamente— doctrina de la necesidad filosófica, sino la libertad social o civil, es decir, la naturaleza y límites del poder que puede ser ejercido legítimamente por la sociedad sobre el individuo: cuestión raras veces planteada y, en general, poco tratada, pero que con su presencia latente influye mucho sobre las controversias prácticas de nuestra época y que probablemente se hará reconocer en breve como el problema vital del porvenir. Lejos de ser una novedad, en cierto sentido viene dividiendo a la humanidad casi desde los tiempos más remotos; pero hoy, en la era de progreso en que acaban de entrar los grupos más civilizados de la especie humana, esta cuestión se presenta bajo formas nuevas y requiere ser tratada de modo diferente y más fundamental.
La lucha entre la libertad y la autoridad es el rasgo más saliente de las épocas históricas que nos son más familiares en las historias de Grecia, Roma e Inglaterra. Pero, en aquellos tiempos, la disputa se producía entre los individuos, o determinadas clases de individuos, y el gobierno. Se entendía por libertad la protección contra la tiranía de los gobernantes políticos. Éstos —excepto en algunas ciudades democráticas de Grecia—, aparecían en una posición necesariamente antagónica del pueblo que gobernaban. Antiguamente, por lo general, el gobierno estaba ejercido por un hombre, una tribu, o una casta, que hacían emanar su autoridad del derecho de conquista o de sucesión, pero en ningún caso provenía del consentimiento de los gobernados, los cuales no osaban, no deseaban quizá, discutir dicha supremacía, por muchas precauciones que se tomaran contra su ejercicio opresivo. El poder de los gobernantes era considerado como algo necesario, pero también como algo peligroso: como un arma que los gobernantes tratarían de emplear contra sus súbditos no menos que contra los enemigos exteriores. Para impedir que los miembros más débiles de la comunidad fuesen devorados por innumerables buitres, era indispensable que un ave de presa más fuerte que las demás se encargara de contener la voracidad de las otras. Pero como el rey de los buitres no estaba menos dispuesto a la voracidad que sus congéneres, resultaba necesario precaverse, de modo constante, contra su pico y sus garras. Así que los patriotas tendían a señalar límites al poder de los gobernantes: a esto se reducía lo que ellos entendían por libertad. Y lo conseguían de dos maneras: en primer lugar, por medio del reconocimiento de ciertas inmunidades llamadas libertades o derechos políticos; su infracción por parte del gobernante suponía un quebrantamiento del deber y tal vez el riesgo a suscitar una resistencia particular o una rebelión general. Otro recurso de fecha más reciente consistió en establecer frenos constitucionales, mediante los cuales el consentimiento de la comunidad o de un cuerpo cualquiera, supuesto representante de sus intereses, llegaba a ser condición necesaria para los actos más importantes del poder ejecutivo. En la mayoría de los países de Europa, los gobiernos se han visto forzados más o menos a someterse al primero de estos modos de restricción. No ocurrió lo mismo con el segundo; y llegar a él o, cuando ya se le poseía en parte, llegar a él de manera más completa, se convirtió en todos los lugares en el objeto principal de los amantes de la libertad. Y mientras la humanidad se contentó con combatir uno por uno a sus enemigos y con ser gobernada por un dueño, a condición de sentirse garantizada de un modo más o menos eficaz contra su tiranía, los deseos de los liberales no fueron más lejos. Sin embargo, llegó un momento en la marcha de las cosas humanas, en que los hombres cesaron de considerar como una necesidad de la Naturaleza el que sus gobernantes fuesen un poder independiente con intereses opuestos a los suyos. Les pareció mucho mejor que los diversos magistrados del Estado fuesen defensores o delegados suyos, revocables a voluntad. Pareció que sólo de esta manera la humanidad podría tener la seguridad completa de que no se abusaría jamás, en perjuicio suyo, de los poderes del gobierno. Poco a poco, esa nueva necesidad de tener gobernantes electivos y temporales llegó a ser el objeto del partido popular, donde existía tal partido, y entonces se abandonaron de una manera bastante general los esfuerzos precedentes a limitar el poder de los gobernantes. Y como en esta lucha se trataba de hacer emanar el poder de la elección periódica de los gobernados, hubo quien comenzó a pensar que se había concedido demasiada importancia a la idea de limitar el poder. Esto último (al parecer) había sido un recurso contra aquellos gobernantes cuyos intereses se oponían habitualmente a los intereses del pueblo. Lo que hacía falta ahora era que los gobernantes se identificasen con el pueblo; que su interés y su voluntad fuesen el interés y la voluntad de la nación. La nación no tenía necesidad ninguna de ser protegida 5contra su propia voluntad. No había que temer que ella misma se tiranizase. En cuanto que los gobernantes de una nación fuesen responsables ante ella de un modo eficaz y fácilmente revocables a voluntad de la nación, estaría permitido confiarles un poder, pues de tal poder ella misma podría dictar el uso que se debería hacer. Tal poder no sería más que el propio poder de la nación, concentrado, y bajo una forma cómoda de ejecución. Esta manera de pensar, o quizá mejor, de sentir, ha sido la general entre la última generación de liberales europeos y todavía prevalece entre los liberales del continente. Los que admiten límites a la actuación del gobierno (excepto en el caso de gobiernos tales que, según ellos, no deberían existir) se hacen notar como brillantes excepciones entre los pensadores políticos del continente. Un modo semejante de sentir podría prevalecer también en nuestro país, si las circunstancias que le favorecieron en un tiempo no hubieran cambiado después.
Pero, en las teorías políticas y filosóficas, lo mismo que en las personas, el éxito pone de relieve defectos y debilidades que el fracaso hubiera ocultado a la observación. La idea de que los pueblos no tienen necesidad de limitar su propio poder, podría parecer axiomática si el gobierno popular fuera una cosa solamente soñada o leída como existente en la historia de alguna época lejana. Esta idea no se ha visto turbada necesariamente por aberraciones temporales semejantes a las de la Revolución francesa, cuyas piras fueron la obra de una minoría usurpadora, y que en todo caso no tuvieron nada que ver con la acción permanente de las instituciones populares, sino que se debieron sobre todo a una explosión repentina y convulsiva contra el despotismo monárquico y aristocrático. Sin embargo, llegó un tiempo en que la República democrática vino a ocupar la mayor parte de la superficie terrestre, haciéndose notar como uno de los más poderosos miembros de la comunidad de las naciones. A partir de entonces, el gobierno electivo y responsable se convirtió en el objeto de esas observaciones y críticas que siempre se dirigen a todo gran acontecimiento. Y se llegó a pensar que frases como “el poder sobre sí mismo” y “el poder de los pueblos sobre sí mismos” no expresaban el verdadero estado de las cosas; el pueblo que ejerce el poder no es siempre el mismo pueblo sobre el que se ejerce, y el gobierno de sí mismo, de que se habla, no es el gobierno de cada uno por sí mismo, sino de cada uno por los demás. La voluntad del pueblo significa, en realidad, la voluntad de la porción más numerosa y activa del pueblo, de la mayoría, o de aquellos que consiguieron hacerse aceptar como tal mayoría. Por consiguiente, el pueblo puede desear oprimir a una parte de sí mismo, y contra él son tan útiles las precauciones como contra cualquier otro abuso del poder. Por esto es siempre importante conseguir una limitación del poder del gobierno sobre los individuos, incluso cuando los gobernantes son responsables de un modo regular ante la comunidad, es decir, ante la parte más fuerte de la comunidad. Esta manera de juzgar las cosas se ha hecho admitir sin casi dificultades, pues se recomienda igualmente a la inteligencia de los pensadores que a las inclinaciones de las clases importantes de la sociedad europea, hacia cuyos intereses reales o supuestos la democracia se muestra hostil. La tiranía de la mayoría se incluye ya dentro de las especulaciones políticas como uno de esos males contra los que la sociedad debe mantenerse en guardia.
Al igual que las demás tiranías, también esta tiranía de la mayoría fue temida en un principio y todavía hoy se la suele temer, sobre todo cuando obra por medio de actos de autoridad pública. Pero las personas reflexivas observaron que cuando la sociedad es el tirano —la sociedad colectivamente, y sobre los individuos aislados que la componen— sus medios de tiranizar no se reducen a los actos que ordena a sus funcionarios políticos. La sociedad puede ejecutar, y ejecuta de hecho, sus propios decretos; y si ella dicta decretos imperfectos, o si los dicta a propósito de cosas en que no se debería mezclar, ejerce entonces una tiranía social mucho más formidable que la opresión legal: pues, si bien esta tiranía no tiene a su servicio tan fuertes sanciones, deja, en cambio, menos medios de evasión; pues llega a penetrar mucho en los detalles de la vida e incluso a encadenar el alma. No basta, pues, con una simple protección contra la tiranía del magistrado. Y puesto que la sociedad tiende a imponer como reglas de conducta sus ideas y costumbres a los que difieren de ellas, empleando para ello medios que no son precisamente las penas civiles; puesto que también trata de impedir el desarrollo, y, en lo posible, la formación de individualidades diferentes; y como, por último, trata de modelar los caracteres con el troquel del suyo propio, se hace del todo necesario otorgar al individuo una protección adecuada contra esa excesiva influencia. Existe un límite para la acción legal de la opinión colectiva sobre la independencia individual: encontrar este límite y defenderlo contra toda usurpación es tan indispensable para la buena marcha de las cosas humanas como para la protección contra el despotismo político.
Pero si esta proposición no es discutible en términos generales, su lado práctico —es decir, dónde se ha de colocar ese límite y cómo hacer el compromiso entre la independencia individual y el control social— es tema sobre el cual casi todo está por hacer. Todo lo que da valor a nuestra existencia depende de la presión de las restricciones impuestas a las acciones de nuestros semejantes, ya que algunas reglas de conducta se han de imponer, en primer lugar, por la ley; y, en segundo lugar, por la opinión, en aquellos casos, muy numerosos, en que no es pertinente la acción de la ley.
El problema principal que se plantea en los asuntos humanos es saber cuáles han de ser esas reglas; pero, excepción hecha de algunos casos notables, la verdad es que se ha hecho muy poco por llegar a una solución. No hay dos países, ni dos siglos, que hayan llegado a la misma conclusión; y la conclusión de un siglo o de un país es materia de asombro para otro cualquiera. Sin embargo, las gentes de cada siglo y de cada país, no han encontrado que dicho problema sea más complicado de lo que lo es cualquier asunto en que la humanidad ha estado siempre de acuerdo. Las reglas que han establecido son tenidas por evidentes y justificables en sí mismas. Esta ilusión, casi universal, es uno de los ejemplos de lo que puede la influencia mágica de la costumbre, que no es solamente, como dice el proverbio, una segunda naturaleza, sino que a menudo es considerada como la primera.
El efecto de la costumbre, al impedir las dudas que pudieran surgir a propósito de las reglas de conducta que la humanidad impone, es de tal naturaleza que, sobre este tema, nunca se ha considerado necesaria la exposición de razones, bien se tratase de los demás, bien de uno mismo.
Se suele creer (y ciertas personas que aspiran al título de filósofos nos afirman en esta creencia) que en temas de tal naturaleza los sentimientos valen más que las razones y hacen a éstas inútiles. En las opiniones sobre la ordenación de la conducta humana nos guía el principio práctico de que los demás deben obrar como uno obra y los que con uno simpatizan desearían que se obrara. En verdad que nadie confiesa que el principio regulador de su juicio en tales materias sea su propio gusto; pero una opinión sobre materia de conducta, que no esté avalada por razones, nunca podrá ser considerada más que como una preferencia personal; y si las razones, al darse, no son más que una simple apelación a una preferencia semejante experimentada por otras personas, en este caso estamos ante la tendencia de varias personas, en lugar de serlo de una sola. Sin embargo, para el hombre medio, su preferencia personal no sólo es una razón perfectamente satisfactoria, sino también la única de donde proceden todas sus nociones de moralidad, de gustos y conveniencias no inscritas en su credo religioso; es incluso su guía principal en la interpretación de éste.
Por consiguiente, las opiniones humanas sobre lo laudable y lo recusable se hallan afectadas por todas las diversas causas que influyen sobré sus deseos en relación con la conducta de los demás, siendo tan numerosas como las que determinan sus deseos con respecto a cualquier otro asunto. A veces su razón, otras sus prejuicios y supersticiones, a menudo sus afecciones sociales y no pocas veces las antisociales, la envidia o los celos, la arrogancia o el desprecio: pero lo más común es que al hombre le guíe su propio interés, sea legítimo o ilegítimo. Dondequiera que exista una clase dominante, la moral pública derivará de los intereses de esa clase, así como de sus sentimientos de superioridad. La moral entre los espartanos y los ilotas, entre colonos y negros, entre príncipes y súbditos, entre nobles y plebeyos, entre hombres y mujeres, ha sido casi siempre fruto de estos intereses y sentimientos de clase; las opiniones así engendradas reinfluyen a su vez sobre los sentimientos morales de los miembros de la clase dominante en sus relaciones recíprocas. Por otra parte, dondequiera que una clase, dominante en otro tiempo, ha llegado a perder su ascendiente, o mejor aún, allí donde su ascendencia es impopular, los sentimientos morales que prevalecen llevan el distintivo de una impaciente aversión de la superioridad. Otro gran principio determinante de las reglas de conducta —para la acción y para la abstención—, ha sido el servilismo de la especie humana ante las supuestas preferencias o aversiones de sus dueños temporales o de sus dioses. Tal servilismo, aunque egoísta en esencia, no es precisamente hipocresía, y ha dado ocasión a sentimientos de horror del todo verdaderos: ha hecho a los hombres capaces de quemar a los magos y a los herejes.
En medio de tantas y tan bastardas influencias, también los intereses evidentes y generales de la sociedad han desempeñado un papel, y un papel importante, en la dirección de los sentimientos morales: menos, sin embargo, a causa de su propio valor, que como consecuencia de las simpatías o antipatías que estos intereses engendran, ya que simpatías y antipatías que no habían tenido casi nada que ver con los intereses de la sociedad se han hecho sentir en el establecimiento de los principios morales con tanta fuerza o más que el propio interés.
También las inclinaciones y las aversiones de la sociedad, o de alguna porción poderosa de ella, son la causa principal que ha determinado, en la práctica, las reglas impuestas a la observancia general con la sanción de la ley o de la opinión.
Y, en general, aquellos que se han adelantado a la sociedad en ideas y sentimientos, en principio, han dejado subsistir intacto este estado de cosas, aunque hayan podido luchar contra alguno de sus detalles. Les ha interesado saber lo que la sociedad deseaba o no deseaba, mucho más que si lo deseado o repudiado por ella debía ser ley para los individuos. Se contentaron con tratar de alterar los sentimientos de la humanidad en los detalles en que ellos mismos eran herejes antes que hacer causa común con los herejes en defensa de la herejía. Nunca se ha llegado más lejos por principio y nunca se han mantenido los hombres con más constancia que en materia de religión: caso instructivo en más de un aspecto y que ofrece un ejemplo vivo de la falibilidad de lo que se llama sentido moral; pues el “odium theologicum” representa, en un verdadero fanático, uno de los casos menos equívocos de sentimiento moral. Los primeros en sacudirse del yugo de la que a sí misma se llamaba iglesia universal estaban, en general, tan poco dispuestos a permitir las diferencias de opinión como la iglesia misma. Pero cuando el calor de la lucha se disipó, sin dar la victoria completa a ningún partido, cuando cada iglesia o secta tuvo que limitar sus esperanzas a mantener la posesión del terreno que ocupaba, las minorías, viendo que no tenían la oportunidad de llegar a ser mayorías, se vieron obligadas a abogar por la libre disidencia ante aquellos que no podían convertir. En consecuencia, casi únicamente en este campo es donde los derechos del individuo frente a la sociedad han sido reivindicados según principios bien establecidos, y donde ha habido abierta controversia frente a la aspiración de la sociedad a ejercer autoridad sobre los disidentes. Grandes escritores, a los que el mundo debe cuanto posee de libertad religiosa, han reivindicado la libertad de conciencia como un derecho inalienable, y han negado de modo absoluto que un ser humano tenga que rendir cuentas a sus semejantes sobre sus creencias religiosas. Sin embargo, la intolerancia es tan natural a la especie humana, en todo aquello que la afecta en verdad, que la libertad religiosa no ha existido casi en ninguna parte, excepto allí donde la indiferencia religiosa, que no gusta de ver su paz turbada por disputas teológicas , ha echado su peso en la balanza.
En el espíritu de casi todas las personas religiosas, incluso en los países más tolerantes, el deber de tolerancia queda admitido con tácitas reservas.
Una persona transigirá con los disidentes en materia de reglamentación eclesiástica; pero no en materia de dogmas; otro podrá tolerar a todo el mundo, excepto a un papista o a un unitario; un tercero, a todos los que creen en la religión revelada; un pequeño número irá más lejos en su caridad, pero se detendrá ante la creencia en una vida futura. Allí donde el sentimiento de la mayoría es todavía genuino e intenso, allí podremos ver a la tal mayoría esperando aún ser obedecida.
En Inglaterra (por las especiales circunstancias de nuestra historia política), si bien el yugo de la opinión sea quizá más pesado, el de la ley es más ligero que en ningún otro país de Europa; y existe una gran aversión hacia toda intervención directa del poder, ya sea legislativo, ya ejecutivo, en la conducta privada, más por la vieja costumbre de considerar al gobierno como representante de un interés opuesto al del individuo, que por un justo respeto a .sus derechos legítimos. La mayoría no ha aprendido todavía a considerar el poder del gobierno como el suyo propio, y las opiniones del mismo como sus opiniones. En el momento en que llegue a comprenderlo así, la libertad individual quedará probablemente tan expuesta a ser invadida por el gobierno como ya lo está por la opinión pública. Pero, por el momento, existe una gran potencia de sentimientos dispuesta a sublevarse contra todo intento de la ley para controlar a los individuos, en cosas que hasta entonces no habían sido de su incumbencia; y esto sin la menor discriminación sobre lo que compete o no compete al control legal; de manera que este sentimiento, altamente saludable en sí, quizá resulte muchas veces tan fuera de lugar como bien fundamentado en los diversos casos particulares de su aplicación. De hecho, se puede decir que no existe un principio reconocido para establecer de modo usual la propiedad o impropiedad de la interferencia del gobierno. Se decide en este punto según las preferencias personales.
Hay quienes, en cuanto ven un bien por hacer o un mal que remediar, desearían que el gobierno se hiciese cargo de la empresa, mientras que otros preferirían soportar toda clase de abusos sociales, antes de añadir cosa alguna a las atribuciones del gobierno. Los hombres se inclinan a un partido u otro, en cada caso particular, siguiendo la dirección general de sus sentimientos, o según el grado de interés que tengan en aquello que se proponen que el gobierno haga, o según su propia persuasión de que el gobierno hará o no hará la gestión del modo que ellos prefieren. Pero muy rara vez decidirán, con opinión reflexiva y reposada, sobre las cosas adecuadas a ser acometidas por el gobierno. Creo también que hoy día, a consecuencia de esta falta de regla o principio, un partido puede cometer tantos errores como otro cualquiera. Con igual frecuencia se condena impropiamente y se invoca impropiamente la interferencia del gobierno. El objeto de este ensayo es el de proclamar un principio muy sencillo encaminado a regir de modo absoluto la conducta de la sociedad en relación con el individuo, en todo aquello que sea obligación o control, bien se aplique la fuerza física, en forma de penas legales, o la coacción moral de la opinión pública. Tal principio es el siguiente: el único objeto, que autoriza a los hombres, individual o colectivamente, a turbar la libertad de acción de cualquiera de sus semejantes, es la propia defensa; la única razón legítima para usar de la fuerza contra un miembro de una comunidad civilizada es la de impedirle perjudicar a otros; pero el bien de este individuo, sea físico, sea moral, no es razón suficiente.
Ningún hombre puede, en buena lid, ser obligado a actuar o a abstenerse de hacerlo, porque de esa actuación o abstención haya de derivarse un bien para él, porque ello le ha de hacer más dichoso, o porque, en opinión de los demás, hacerlo sea prudente o justo. Éstas son buenas razones para discutir con él, para convencerle, o para suplicarle, pero no para obligarle o causarle daño alguno, si obra de modo diferente a nuestros deseos. Para que esta coacción fuese justificable, sería necesario que la conducta de este hombre tuviese por objeto el perjuicio de otro. Para aquello que no le atañe más que a él, su independencia es, de hecho, absoluta. Sobre sí mismo, sobre su cuerpo y su espíritu, el individuo es soberano.
Apenas si es necesario decir que esta doctrina no alcanza más que a los seres humanos que se hallen en la madurez de sus facultades. No hablamos de niños ni de jóvenes de ambos sexos que no hayan llegado al tope fijado por la ley para la mayoría de edad. Aquellos que están en edad de reclamar todavía los cuidados de otros, deben ser protegidos, tanto contra los demás, como contra ellos mismos. Por la misma razón podemos excluir las sociedades nacientes y atrasadas, en que la raza debe ser considerada como menor de edad. Las primeras dificultades que surgen en la ruta del progreso humano son tan grandes, que raramente se cuenta con un buen criterio en la elección de los medios precisos para superarlas. Así todo soberano, con espíritu de progreso, está autorizado a servirse de cuantos medios le lleven a este fin, cosa que de otra manera, raramente lograría. El despotismo es un modo legítimo de gobierno, cuando los gobernados están todavía por civilizar, siempre que el fin propuesto sea su progreso y que los medios se justifiquen al atender realmente este fin. La libertad, como principio, no tiene aplicación a ningún estado de cosas anterior al momento en que la especie humana se hizo capaz de mejorar sus propias condiciones, por medio de una libre y equitativa discusión.
Hasta este momento, ella no tuvo otro recurso que obedecer a un Akbar o a un Carlomagno, si es que gozó la suerte de encontrarlo. Pero desde que el género humano ha sido capaz de ser guiado hacia su propio mejoramiento por la convicción o la persuasión (fin alcanzado desde hace mucho tiempo por todas las naciones que nos importan aquí), la imposición, ya sea en forma directa, ya bajo la de penalidad por la no observancia, no es ya admisible como medio de hacer el bien a los hombres; esta imposición sólo es justificable si atendemos a la seguridad de unos individuos con respecto a otros. Debo decir que rehuso toda ventaja que, para mi tesis, yo pudiera obtener de la idea de derecho concebida de modo abstracto y como independiente de la de utilidad. Considero que la utilidad es la apelación suprema de toda cuestión ética, pero debemos entenderla en el sentido más amplio del vocablo, como fundada en los intereses permanentes del hombre en cuanto ente progresivo.
Estos intereses, lo sostengo, sólo autorizan a la sumisión de la espontaneidad individual a un control exterior en aquello que se refiere a las acciones de un presunto individuo en contacto con los intereses de otro. Si un hombre ejecuta una acción que sea perjudicial a otros, evidentemente debe ser castigado por la ley, o bien, si las penalidades legales no son aplicables con seguridad, por la desaprobación general. Existen muchos actos positivos, para el bien de los demás, a cuya realización se puede obligar a un individuo; por ejemplo, el de aportar testimonio a la justicia, o el de tomar parte activa, sea en la defensa común, sea en toda otra obra común necesaria a la sociedad bajo cuya protección vive. Además, se puede, con justicia, hacerle responsable ante la sociedad, si no cumple ciertos actos benéficos individuales, deber evidente de todo hombre, tales como salvar la vida de un semejante o defender al débil contra malos tratos. Una persona puede perjudicar a sus semejantes no sólo a causa de sus acciones, sino también por sus omisiones, y en ambos casos, será responsable del daño que se siga. Bien es verdad que, en el último caso, la imposición debe ser ejercida con mucho más cuidado que en el primero. La regla es hacer responsable a un individuo del mal que hace a los otros; la excepción, comparativamente se entiende, hacerle responsable del mal que no les evitó. Sin embargo, hay muchos casos lo suficientemente claros y graves para justificar esta excepción. En todo lo que se refiere a las relaciones exteriores del individuo, éste habrá de dar cuenta de sus actos cuando se refieren a individuos con los que mantiene relación, o a la sociedad, en cuanto que es su protectora; él es de jure responsable ante ellos. A menudo encontramos buenas razones para no exigirle tal responsabilidad; pero estas razones deben nacer de las circunstancias especiales de cada caso, ya sea porque se trate de un caso en que el individuo actúe mejor abandonado a su propia iniciativa, que sometido a cualquier clase de control que la sociedad pueda empicar sobre él, o bien porque una tentativa de control pueda producir males mayores que los que se intenta evitar. Cuando razones como éstas impidan la exigencia de una responsabilidad, la conciencia del que actúa debe tomar las atribuciones del juez ausente, para defender los intereses de los que carecen de protección exterior, juzgándose a sí mismo, en este caso, tan severamente, cuanto que no está sometido al juicio de sus semejantes. Pero hay una esfera de acción en la que la sociedad, como distinta al individuo, no tiene más que un interés indirecto, si es que tiene alguno. Nos referimos a esa porción de la conducta y de la vida de una persona que no afecta más que a esa persona, y que si afecta igualmente a otras, lo hace con su previo consentimiento y con una participación libre, voluntaria y perfectamente clara. Cuando hablo de lo que se refiere a la persona aislada, me refiero a lo que la atañe inmediatamente y en primera instancia; pues todo lo que afecta a un individuo puede afectar a otros a través de él, y la objeción que se funda en esta contingencia será el objeto de nuestras reflexiones ulteriores, ya que ésta es la región propia de la libertad humana. Comprende, en primer lugar, el dominio interno de la conciencia, exigiendo la libertad de conciencia en el sentido más amplio de la palabra, la libertad de pensar y de sentir, la libertad absoluta de opiniones y de sentimientos, sobre cualquier asunto práctico, especulativo, científico, moral o teológico. La libertad de expresar y de publicar las opiniones puede parecer sometida a un principio diferente, ya que pertenece a aquella parte de la conducta de un individuo que se refiere a sus semejantes; pero como es de casi tanta importancia como la libertad de pensamiento y reposa en gran parte sobre las mismas razones, estas dos libertades son inseparables en la práctica. En segundo lugar, el principio de la libertad humana requiere la libertad de gustos y de inclinaciones, la libertad de organizar nuestra vida siguiendo nuestro modo de ser, de hacer lo que nos plazca, sujetos a las consecuencias de nuestros actos, sin que nuestros semejantes nos lo impidan, en tanto que no les perjudiquemos, e incluso, aunque ellos pudieran encontrar nuestra conducta tonta, mala o falsa. En tercer lugar, de esta libertad de cada individuo resulta, dentro de los mismos límites, la libertad de asociación entre los individuos; la libertad de unirse para la consecución de un fin cualquiera, siempre que sea inofensivo para los demás y con tal que las personas asociadas sean mayores de edad y no se encuentren coaccionadas ni engañadas.
No se puede llamar libre a una sociedad, cualquiera que sea la forma de su gobierno, si estas libertades no son respetadas por él a todo evento; y ninguna será completamente libre, si estas libertades no existen en ella de una manera absoluta y sin reserva.
La única libertad que merece este nombre es la de buscar nuestro propio bien a nuestra propia manera, en tanto que no intentemos privar de sus bienes a otros, o frenar sus esfuerzos para obtenerla. Cada cual es el mejor guardián de su propia salud, sea física, mental o espiritual. La especie humana ganará más en dejar a cada uno que viva como le guste más, que en obligarle a vivir como guste al resto de sus semejantes. Aunque esta doctrina no sea en absoluto nueva y pueda tener, para algunas personas, aspecto de perogrullada, no existe ninguna otra que se oponga más directamente a la tendencia general de la opinión y de la costumbre existentes. La sociedad se ha preocupado tanto, con arreglo a sus luces, de tratar de obligar a los hombres a seguir sus nociones de perfección personal, como en coaccionarles a seguir sus nociones de perfección social. Las repúblicas de la antigüedad se creían con derecho (y los filósofos apoyaban su pretensión) de reglamentar toda la conducta humana por medio de la autoridad pública, con el pretexto de que la disciplina física y moral de cada ciudadano es de un profundo interés para el Estado. Esta manera de pensar podía ser admisible en las pequeñas repúblicas rodeadas de enemigos poderosos, en peligro constante de ser atacadas, o de ser sumidas en una conmoción interior. En tales Estados, fácilmente podía ser funesto el que la energía y el dominio de los hombres sobre sí mismos se relajasen por un solo instante, y por tanto no les era dado esperar los efectos permanentes y saludables de la libertad. En el mundo moderno, la importancia cada vez mayor de las comunidades políticas, y, sobre todo, la separación de la autoridad espiritual de la temporal (colocando la dirección de la conciencia del hombre en manos diferentes de las que controlan sus asuntos mundanos), impidieron una intervención grande de la ley en los detalles de la vida privada; pero el mecanismo de la represión moral fue manejado más enérgicamente contra las discrepancias de la opinión reinante acerca de la conciencia individual que en los asuntos sociales; por otra parte la religión, habiendo sido gobernada casi siempre por la ambición de jerarquía y por un anhelo de gobernar todos los departamentos de la conducta humana, o por un espíritu de puritanismo, es uno de los más poderosos elementos que han contribuido a la formación del sentimiento moral. Algunos de los reformadores modernos, entre los que más violentamente han atacado a las religiones del pasado, no se han quedado atrás con respecto a las iglesias y las sectas, al afirmar el derecho a un dominio espiritual.
Citaremos en particular a M. Comte, cuyo sistema social, tal como lo expone en su Systéme de politique positive, tiende a establecer (más bien, es verdad, por medios morales, que por medios legales) un despotismo de la sociedad sobre el individuo, sobrepasando todo lo imaginado en ideales políticos por el más rígido ordenancista entre los filósofos de la antigüedad. Aparte de las opiniones particulares de los pensadores individuales, existe también en el mundo una fuerte y creciente inclinación a extender, de una manera indebida, el poder de la sociedad sobre el individuo, ya por la fuerza de la opinión, ya incluso por la de la legislación. Y, corto todos los cambios que se operan en el mundo tienen por objeto aumentar la fuerza de la sociedad y disminuir el poder del individuo, esta usurpación no es de los males que tienden a desaparecer espontáneamente; bien al contrario, tiende a hacerse más y más formidable. La disposición de los hombres, sea como gobernantes, sea como ciudadanos, a imponer sus opiniones y gustos como regla de conducta a los demás, está tan enérgicamente sostenida por algunos de los mejores y peores sentimientos inherentes a la naturaleza humana, que ésta no deja de hacerse imponer más que en caso de que le falte poder para ello. Como el poder no tiende a declinar, sino a crecer, debemos esperar, a menos que se eleve contra el mal una fuerte barrera de convicción moral, y dadas las presentes circunstancias del mundo, debemos esperar, decimos, el aumento de esta disposición. En relación a este argumento, vale más que en lugar de abordar la tesis general de modo inmediato, nos ocupemos en principio de una sola de sus ramas, con respecto a la cual el principio aquí establecido esté admitido, si no completamente, al menos hasta cierto punto, por las opiniones comunes. Esta rama es la libertad de pensamiento, de la cual es imposible separar otra libertad, congénere suya, la libertad de hablar y de escribir.
Aunque estas libertades formen una parte importante de la moralidad política de todos los países que profesan la tolerancia religiosa y las instituciones libres, sin embargo, los fundamentos filosóficos y prácticos sobre que reposan no son quizá tan familiares al espíritu público, ni tan apreciados por los conductores de la opinión, como se podría esperar. Estos fundamentos, sanamente comprendidos, son aplicables a más de una de las divisiones del tema, y un examen profundo de esta parte de la cuestión juzgo que será la mejor introducción al resto de la exposición. Por esto, aquellos que no encuentren nada nuevo en lo que voy a decir, espero me excusarán, si me aventuro a discutir una vez más un tenia que desde hace tres siglos ha sido debatido tan frecuentemente.