Nietzsche: Schopenhauer como educador

Tercera consideració intempestiva, publicada l'any 1874 (III. Unzeitgemasse Betrachtungen. Schopenhauer als Erzieher). L'edició de referència pel curs serà la traducció de Joan B. Llinares inclosa a Obras Completas, I. Madrid: Tecnos, 2015, pp. 749-766.

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Cuando le preguntaron a un viajero que había visto muchos países y pueblos de varios continentes cuál era la característica de los humanos que había encontrado en todos esos lugares, dijo: tienen tendencia a la pereza. A algunos les parecerá que de manera más correcta y pertinente hubiera podido decir: todos ellos son miedosos. Se esconden tras costumbres y opiniones. En el fondo, cada cual sabe muy bien que está una sola vez en el mundo, como un unicum, y que ningún azar, por extraño que sea, reunirá por segunda vez una variedad tan maravillosamente diversa en esa unidad singular que él es: cada cual lo sabe, pero lo oculta como si tuviera la malvada conciencia de saberlo — ¿por qué? Por miedo al vecino, que exige convenciones y se encubre a sí mismo con ellas. Pero ¿qué es lo que obliga al individuo a temer al vecino, a pensar y actuar de manera gregaria, y a no estar contento de sí mismo? En algunos casos, raros y poco numerosos, quizá el pudor. En la gran mayoría, lo que los obliga es la comodidad, la inercia, en una palabra, esa tendencia a la pereza de la que hablaba aquel viajero. Y tiene razón: los seres humanos son aún más perezosos que miedosos, y a lo que más miedo tienen es, precisamente, a la cargas que les impondrían una sinceridad y una desnudez incondicionales. Los artistas son los únicos que odian este indolente seguir haciendo camino sirviéndose de maneras prestadas y opiniones impuestas, y desvelan el secreto, la malvada conciencia de cada cual, la tesis que dice que toda persona es un milagro irrepetible, ellos sí que se atreven a mostrarnos el ser humano tal y como él mismo, y sólo él, es, hasta en cada uno de sus movimientos musculares, más aún, se atreven a airear que, en estricta consecuencia con esta singularidad suya, el ser humano es hermoso y digno de consideración, nuevo e increíble como cada una de las obras de la naturaleza, y que de ningún modo es aburrido. Cuando el gran pensador desprecia a los humanos, está despreciando su pereza: pues a causa de esa tendencia suya los humanos parecen mercancías de fabricación en serie, productos indiferentes, indignos de trato y de enseñanza. El ser humano que no quiera formar parte de la masa sólo necesita dejar de ser cómodo consigo mismo; que siga el dictado de su propia conciencia, que le está gritando: “¡sé tú mismo! Tú no eres nada de lo que ahora haces, nada de lo que ahora opinas, nada de lo que ahora deseas.”

Toda alma joven oye ese grito día y noche, y se estremece al oírlo; pues, cuando piensa en su verdadera liberación, presiente la cantidad de felicidad que le ha sido asignada desde las eternidades: pero en modo alguno se la puede ayudar a que alcan­ce esa felicidad mientras permanezca sometida a las cadenas de las opiniones y. del miedo. ¡Y qué desolada y absurda puede llegar a ser la vida sin esta liberación! No hay en la naturaleza criatura más vacía y repugnante que el ser humano que ha rechazado su genio y mira de reojo a derecha y a izquierda, hacia atrás y a todas partes. En fin de cuentas, a semejante persona ya no es lícito atacarla, pues toda ella es corteza exterior sin núcleo, un ropaje tazado, teñido, hinchado, un fantasma cargado de ador­nos que no puede suscitar ni siquiera miedo, ni tampoco, ciertamente, ninguna com­pasión. Y si del perezoso se dice con razón que mata el tiempo, entonces de un tiem­po que pone su salvación en las opiniones públicas, esto es, en las perezas privadas’^, tendremos que preocupamos seriamente, ya que a ese tiempo se lo matará realmente alguna vez: a ese tiempo, en mi opinión, se lo suprimirá de la historia de la verdadera liberación de la vida. Qué grande habrá de ser la repugnancia de las generaciones futuras cuando se ocupen del legado de esta época, en la cual no gobernaban los seres humanos vivos, sino seres con apariencia de humanos y entrega a la opinión pública; por esa razón, nuestro tiempo acaso pueda ser para cualquier lejana posteridad el capítulo más oscuro y más desconocido de la historia, ya que es el más inhumano. Yo ando por las nuevas calles de nuestras ciudades y pienso que, de todas esas casas ho­rribles que se ha construido la generación de los entregados a la opinión pública, en un siglo nada quedará ya en pie, y que entonces se habrán caído también las opiniones de esos constructores de casas. Qué esperanzados pueden estar, por el contrario, todos los que no se sienten ciudadanos de este tiempo, pues, si lo hieran, entonces servirían para contribuir a matarlo y para hundirse en el ocaso en compañía de ese tiempo suyo, desapareciendo con él — mientras que, de manera opuesta, lo que ellos quieren es que este tiempo despierte a la vida, para seguir viviendo ellos mismos en esta vida.

Pero aun cuando el futuro no nos dejase tener esperanzas de nada, — nuestra singular existencia [Dasein] precisamente en este ahora nos alienta de la manera más enérgica a vivir según nuestra propia medida y nuestra propia ley: ese enigma inex­plicable de que vivimos precisamente hoy y tuvimos, en efecto, todo el tiempo infi­nito para nacer, de que no poseemos sino un hoy de corta duración y en él debemos mostrar por qué y para qué hemos nacido precisamente ahora! Ante nosotros mismos tenemos que responder de nuestra existencia; por consiguiente, también queremos ser , sus verdaderos pilotos y no permitir que se equipare esta existencia [Existenz] nuestra aúna casualidad desprovista de ideas. Hemos de tomarla de manera un tanto atrevida y peligrosa: en especial porque de todos modos, en el mejor y en el peor de los casos, la perderemos siempre. ¿Por qué, pues depender de este terruño, de esta profesión, por qué prestar oídos a lo que dice el vecino? Es tan pequeñoburgués comprometerse con puntos de vista que a unos cientos de millas de distancia no comprometen ya en modo alguno. Oriente y Occidente son trazos de tiza que alguien pinta ante nuestros ojos para burlare de nuestra cobardía. Yo quiero hacer el intento de alcanzar la liber­tad, se dice el alma joven; y esto se lo podría impedir el hecho de que casualmente dos naciones se odien y se hagan la guerra, o que haya un mar entre dos continentes, o bien que a su alrededor se enseñe una religión que, ciertamente, no existía irnos mi­lenios antes. Tú misma no eres nada de eso, se dice el alma. Nadie puede construirte el puente sobre él cual tú precisamente tienes que caminar sobre el río de la vida, na­die lo puede hacer, excepto tú y sólo tú. En efecto, hay innumerables senderos y puentes y semidioses que quieren llevarte por el río; pero sólo al precio de ti misma; para que te llevaran tendrías que hipotecarte y perderte. Hay un único camino en el mundo por el que no puede ir nadie, excepto tú: ¿adónde conduce? No preguntes, síguelo. ¿Quién fue el que pronunció la sentencia: «un hombre no se eleva nunca a tanta altu­ra como cuando no sabe adónde puede llevarle su camino»?

Pero ¿cómo nos encontramos de nuevo a nosotros mismos? ¿Cómo puede conocerse el ser humano? El ser humano es un asunto oscuro y velado; y si la liebre tiene siete pieles, el humano puede arrancarse la suya setenta veces siete y ni aún así podrá decir: «esto eres tú en realidad, esto ya no es envoltura.» Por lo demás, es un comien­zo importuno y peligroso excavarse a sí mismo de forma semejante y descender vio­lentamente por el camino más inmediato al pozo del ser de cada cual. Qué fácilmente se lastima el ser humano al hacerlo, de manera que ningún médico lo puede curar. Y además: para qué sería eso necesario, si, en efecto, de nuestro ser, todo da testimo­nio, nuestras amistades y enemistades, nuestra mirada y la forma de apretar al dar la mano, nuestra memoria y lo que olvidamos, nuestros libros y los rasgos de nuestra pluma. No obstante, para llevar a cabo el más importante de los interrogatorios tenemos el siguiente medio a nuestra disposición. Que el alma joven mire en retrospectiva su vida planteándose esta pregunta: ¿qué has amado hasta ahora con veracidad, qué ha atraído tu alma, qué la ha dominado y al mismo tiempo colmado de felicidad? Ponte ante ti la serie de estos objetos venerados, y quizá a través de su ser y de su respec­tiva continuación te ofrezcan una ley, la ley fundamental de propio sí-mismo [Selbst]. Compara estos objetos, mira cómo cada uno completa, amplía, sobrepuja, transfigura a los otros, cómo todos ellos forman una escalera por la que hasta ahora has ido subiendo hacia ti mismo; pues tu verdadero ser no se halla oculto en lo hondo de ti, sino inmensamente elevado por encima de ti o, cuando menos, por encima de lo que habitualmente consideras como tu yo. Tus verdaderos educadores y moldeadores te descubren el verdadero sentido originario y la materia fundamental de tu ser, algo! que es totalmente ineducable e inmoldeable, pero que en todo caso también es difícilmente accesible, y que está atado y paralizado: los únicos que pueden ser tus educadores son tus libertadores. Y éste es el secreto de toda formación: la formación no presta miembros artificiales, narices de cera, ojos con lentes correctoras, — al con­trario, lo que estos dones pueden ofrecer no es más que la imagen degradada de la educación. Porque la educación es liberación, limpieza de todas las malas hierbas, de los escombros, de los gusanos que quieren atacar los tiernos gérmenes de las plantas, es irradiación de luz y calor, amoroso murmullo de lluvia nocturna, es imitación, y adoración de la naturaleza allí donde ésta da muestras de sentimiento maternal y mi­sericordioso, y es consumación de la naturaleza cuando previene los ataques crueles e inmisericordes de ésta y la encauza hacia lo bueno, cuando cubre con un velo las manifestaciones de su talante de madrastra y de su triste falta de comprensión.

Ciertamente, hay otros medios de encontrarse, de llegar uno a sí mismo desde el aturdimiento en el que habitualmente nos desenvolvemos como en una turbia nube, pero no conozco ninguno mejor que hacer memoria de nuestros educadores y mol­deadores. Y por eso hoy quiero recordar, así pues, a un maestro de doctrina y de dis­ciplina del que he de gloriarme, Arthur Schopenhauer — para en posteriores ocasio­nes recordar a otros.

2

Si quiero describir el acontecimiento que fue para mí esa primera mirada que lancé a los escritos de Schopenhauer, entonces he de estar autorizado a detenerme un poco en una representación que, en mi juventud, fue tan frecuente y tan acucian­te como casi ninguna otra. Cuando en épocas anteriores me entregaba a mis deseos con todo el placer de mi corazón, me imaginaba que el destino me ahorraría el ho­rrible esfuerzo y la horrible obligación de educarme a mí mismo, gracias a lo si­guiente: a que, a su debido tiempo, encontraría de educador a un filósofo, a un verdadero filósofo, a quién podríamos obedecer sin ulteriores vacilaciones por tener más confianza en él que en nosotros mismos. En tales circunstancias, no dejaba de preguntarme: ¿qué principios serían aquellos según los cuales este filósofo te educaría? Y reflexionaba sobre qué diría él de las dos máximas de la educación que están de moda en nuestro tiempo. Una exige que el educador deba conocer pronto el punto fuerte verdaderamente propio de sus discípulos y pueda orientar, a continuación todas las fuerzas y energías y toda la luz del sol precisamente hacia dicho punto, para ayudar así a esa única virtud a que alcance una madurez y una fecundidad genuinas. La otra máxima quiere, por el contrario, que el educador estimule todas fuerzas existentes, que las cuide y las lleve a una armónica relación entre ellas. Ahora bien, a aquel que tiene una decidida tendencia a la orfebrería ¿se le debería obligar por ello a que se dedicara forzosamente a la música? ¿Se debe dar la razón al padre de Benvenuto Cellini por haber obligado una y otra vez a su hijo a practicar el «dul­ce cuernecillo», es decir, a la tarea a la que éste llamaba «el maldito tocar el pito”? A esto, en dotes tan fuertes y tan claramente manifiestas, no se le ha de dar la razón; y, por consiguiente, ¿acaso debería aplicarse esa máxima de la formación armónica solamente a las naturalezas más débiles, en las cuales hay ciertamente un nido ente­ro de necesidades e inclinaciones que, sin embargo, ya sea tomadas en conjunto o por separado, no llegan a significar mucho? Pero ¿dónde encontramos en definitiva la totalidad armoniosa y el acorde polifónico en una única naturaleza, dónde consi­deramos la armonía con mayor admiración que precisamente en personas como Cellini, en quienes conocer, desear, amar, odiar, todo tiende hacia un punto central, hacia una fuerza radical, configurándose ahí mismo, gracias precisamente a la pre­ponderancia coercitiva y dominante de ese centro vivo, un sistema armonioso de movimientos complementarios, tanto horizontales como verticales? Así pues, ¿y si ambas máximas no fueran en absoluto antitéticas? ¿Acaso una solamente dice que el ser humano debe tener un centro, y la otra, que debe tener también una periferia? Ese filósofo educador con el que yo soñaba no sólo sería capaz de descubrir la fuerza central, también sabría evitar que ésta actuase de forma destructiva contra las otras fuerzas: su tarea educativa consistiría más bien, a mi parecer, en transformar al ser humano entero en un sistema solar y en un sistema planetario dotados de vivos movimientos, y en conocer la ley de su mecánica superior.

Entre tanto, este filósofo me faltaba y yo intentaba esto y lo de más allá; me di cuenta de cuán miserable es el aspecto que tenemos nosotros, los seres humanos mo­dernos, frente a griegos y romanos, incluso sólo en lo que respecta a la comprensión seria y rigurosa de las tareas educativas. Es posible recorrer Alemania entera con un deseo así en el corazón, en especial todas las universidades, y no encontraremos lo que buscamos; por supuesto, deseos mucho más modestos y más simples se quedarán .aquí por satisfacer. Quien quisiese, por ejemplo, formarse seriamente como orador entre los alemanes, o quien tuviera el propósito de ir a una escuela de escritores, no encontraría en ningún lugar ni maestro ni escuela; parece que aquí no se haya pensa­do todavía que hablar y escribir son artes que no pueden adquirirse sin una dirección muy cuidadosa y sin años de muy esforzado aprendizaje. Pero nada muestra de manera más clara y vergonzante la presuntuosa complacencia consigo mismos de nuestros coetáneos como la indigencia, mitad mezquina mitad sin ideas, de las demandas que hacen a educadores y maestros. ¡Qué no se admite, incluso entre nuestras gentes más distinguidas y mejor educadas, bajo el nombre de preceptor, qué mezcolanza de cabezas extravagantes e instalaciones envejecidas es designada a menudo como «instituto de bachillerato» y tenida por buena, qué nos satisface a todos nosotros como establecimiento máximo de formación, como universidad, qué guías, qué instituciones, comparados con la dificultad de la tarea de educar a un ser humano para que se convierta en un ser humano! Incluso la muy admirada manera con la que los doc­tos alemanes se dedican a su ciencia muestra, ante todo, lo siguiente, que en su tesón piensan en la ciencia más que en la humanidad, y que se les enseña a sacrificarse por ella como un destacamento perdido para que atraigan una y otra vez a nuevas genera­ciones a tal sacrificio. El trato con la ciencia, cuando no está dirigido y delimitado por ninguna máxima superior de la educación, sino que cada vez está más desprovisto de cadenas según el exclusivo principio «cuanto más, mejor», es, ciertamente, tan nocivo para los doctos como la doctrina económica del laisser faire para la moralidad de pueblos enteros. Quién sabe aún que la educación de los doctos, cuya humanidad no se debe abandonar ni se debe dejar que se seque por completo, es un problema ex­tremadamente difícil — y, en efecto, se puede ver con los ojos esta dificultad si sé presta atención a los numerosos ejemplares que mediante una irreflexiva y demasiado temprana dedicación a la ciencia han crecido torcidos y agraciados con una joroba, Pero hay un testimonio todavía más importante de la ausencia de toda educación superior, un testimonio más importante y más peligroso y, sobre todo, mucho más ge­neral. Si resulta claro de inmediato por qué no se puede educar ahora a un orador, a un escritor —porque para ellos justamente no hay educadores—; si resulta casi igual de claro por qué un docto tiene que convertirse ahora en retorcido y alambicado —porque la ciencia, o sea, un abstractum inhumano, es la que debe educarle— entonces uno acaba por preguntarse: ¿dónde se hallan propiamente para todos nosotros, doctos y no doctos, nobles y humildes, nuestros modelos morales y aquellos de nues­tros contemporáneos que merecen renombre, dónde está el contenido visible de toda moral creadora en este tiempo? ¿Dónde ha ido a parar realmente toda la reflexión sobre cuestiones morales, unas cuestiones de las que, en efecto, se han ocupado todas las sociedades nobles y desarrolladas en todos los tiempos? Ya no hay ni personas con renombre ni reflexión alguna que sean de esa especie; de hecho, se vive del capital de moralidad heredado, que nuestros antecesores acumularon y que nosotros no sabemos aumentar, sino sólo dilapidar; en nuestra sociedad o bien no se habla en absoluto sobre tales cosas, o bien se hace con una torpeza y una inexperienicia naturalistas que han de provocar repugnancia. Se ha llegado así al punto en que nuestras escuelas y maestros prescinden simplemente de una educación moral o se conforman con formalidades: y en que el término “virtud” es una palabra con la que ni el maestro ni los discípulos pueden ya imaginarse nada, una palabra anticuada de la que burlarse — y malo si uno no se burla, pues entonces estará fingiendo.

La explicación de esta lasitud y del estado de marea baja de todas las fuerzas morales es difícil y complicada; pero nadie que tome en consideración la influencia del cristianismo victorioso sobre ía moralidad de nuestro mundo deberá pasar por alto la reacción del cristianismo en decadencia, es decir, su destino más probable en nuestro tiempo. El cristianismo, mediante la altura de su ideal, sobrepujó de tal modo los sistemas morales antiguos y la naturalidad que de manera similar en todos predominaba, que ante esta naturalidad se llegó a sentir indiferencia y asco; sin embargo, posteriormente, cuando aún se conocía lo mejor y más elevado, pero ya no se era capaz de realizarlo, no se pudo volver ya, por mucho que se quiso, a lo bueno y elevado, esto es, a aquella virtud de los antiguos. El ser humano moderno vive en este vaivén entre el cristianismo y la Antigüedad, entre una cristiandad de las costum­bres timorata o engañosa y una emulación de lo antiguo igualmente pusilánime y apocada, y en esta oscilante situación se encuentra mal; el miedo heredado ante lo natural y, una vez más, la renovada atracción de esta naturalidad, el deseo de encon­trar un asidero en algún lugar, la impotencia de su conocimiento, que se tambalea de acá para allá entre lo bueno y lo mejor, todo ello genera en el alma moderna un desaso­siego y una confusión que la condenan a ser estéril y a no tener alegría. Nunca se necesitó tanto a los educadores morales y nunca fue tan improbable encontrarlos; en los tiempos en que los médicos son de extrema necesidad, en las grandes epidemias, es cuando ellos corren más peligro. Porque ¿dónde están los médicos de la humanidad moderna que se mantienen ellos mismos sobre sus propios pies de ma­nera tan firme y tan sana que aun puedan sostener a otro y guiarle de la mano? En las mejores personalidades de nuestro tiempo se encuentra un cierto oscurecimiento y sofoco, un eterno disgusto por la lucha que se libra en su pecho entre simula­ción y sinceridad, una inquietud en la confianza en sí mismos — y todo ello les hace enteramente incapaces de ser a la vez, en el camino a tomar y en la disciplina a seguir, guías y maestros de los otros.

Así pues, no deja de ser en realidad sino una ensoñación de mis propios deseos el hecho de que me imaginase que podía encontrar como educador a un verdadero filó­sofo, un filósofo que sería capaz de elevarme por encima de la insuficiencia, de esa insuficiencia específica de nuestro tiempo, y un filósofo que me enseñaría de nuevo a ser sencillo y sincero en el pensamiento y en la vida, es decir, a ser intempestivo, tomando esta palabra en su significado más hondo; pues los seres humanos se han hecho ahora tan niúltiples y complicados, que han de ser insinceros cuando quieren realmente hablar, formular sus afirmaciones y obrar en consecuencia.

En tales apuros, necesidades y deseos conocí yo a Schopenhauer.

Formo parte de los lectores de Schopenhauer que, después de haber leído una primera página escrita por él, saben con seguridad que leerán todas las demás y que atenderán cada una de las palabras que haya podido decir. Mi confianza en él fiie in­mediata y hoy sigue siendo la misma de hace nueve años. Para expresarme de una manera inteligible, aunque inmodesta y necia: yo lo comprendí como si hubiera es­crito expresamente para mí. De ahí proviene el que nunca haya encontrado en él una paradoja, aunque sí, aquí y allá, algún pequeño error; pues ¿qué son las paradojas sino afirmaciones que no inspiran confianza, porque el autor las hizo también sin ver­dadera confianza, ya que con ellas quería brillar, seducir y, sobre todo, aparentar? Schopenhauer no quiere nunca aparentar: pues escribe para sí, y a nadie le gusta que le engañen, y muchísimo menos a un filósofo que incluso se pone como norma lo siguiente: ¡no engañes a nadie, ni tampoco a ti mismo! No engañes ni siquiera con el complaciente engaño social que conlleva casi toda conversación, y que los escritores imitan de modo un poco inconsciente; y aún menos con el engaño más consciente de la engreída tribuna de los oradores y con los medios artificiales de la retórica. Al con­trario, Schopenhauer habla consigo mismo: o, si uno se empeña en imaginárselo con un oyente, piénsese en un hijo al que su padre instruye. Su hablar es una forma de expresarse honesta, áspera, cordial, ante un oyente que escucha con amor. Nos hacen falta escritores así; La poderosa sensación de bienestar del hablante nos envuelve con el primer sonido de su voz; nos pasa como cuando entramos en el bosque de la montaña, que respiramos hondo y de pronto nos volvemos a sentir bien. Hay aquí un aire vigorizante, siempre del mismo tipo, ésa es la sensación que tenemos; hay aquí una cierta candidez y una naturalidad inimitables, como la que tienen los seres humanos que son señores de sí mismos, y que en sí mismos se hallan en casa, en una casa muy rica, ciertamente: en contraposición con los escritores que son ellos mismos los pri­meros en asombrarse si, por una vez, han sido ingeniosos, y su exposición se vuelve entonces algo desasosegada y antinatural. De modo que, cuando Schopenhauer había, aún nos recuerda menos al docto, el cual tiene miembros rígidos y torpes por natura­leza y es estrecho de pecho y, por ello, interviene de modo, esquinado, cohibido o afectado; mientras que,^or otra parte, el alma de Schopenhauer, ruda y semejante en alguna medida a los osos, enseña no tanto a añorar, como a rechazar la flexibilidad y la gracia cortesana de los buenos escritores franceses, pero en él nadie descubrirá el aparente afrancesamiento, imitado y, por así decirlo, sobreplateado, del que tanto alarde hacen los escritores alemanes. El modo de expresión de Schopenhauer me récuerda en ocasiones un poco a Goethe, pero, descontando esa excepción, en modo algunó a módelos alemanes. Pués él sabe decir lo profundo de modo sencillo, lo conmóvédor sin retórica, lo estrictamente científico sin pedantería: y ¿de qué autor alemán lo habría podido aprender? También se mantiene incontaminado de la manera sutil, excesivamente movediza y — dicho sea con permiso— bastante poco alemana de Lessing: lo cual constituye un gran mérito, ya que en cuanto a la exposición en prosa Lessing es el más seductor de los autores alemanes. Y para no callarme por más tiempo lo más elevado que puedo decir de su modo de exposición, le aplicaré su pro­pia sentencia, «un filósofo tiene que ser muy honesto para no ^servirse de recursos poéticos o retóricos». En la época de las opiniones públicas afirmar que la honestidad es algo, e incluso que es una virtud, forma parte, por descontado, de las opiniones privadas, que están prohibidas; y por eso no habré alabado a Schopenhauer, sino que sólo lo habré caracterizado, si repito: él es honesto, también como escritor; y hay tan pocos escritores honestos, que se debería desconfiar propiamente de todos los seres humanos que escriben. Sólo conozco un escritor al que, en cuanto a honestidad, pongo junto a Schopenhauer, e incluso aun más alto: ese escritor es Montaigne. Que un sér humano así haya escrito es algo gracias a lo cual se ha multiplicado de veras el placer de vivir en esta tierra. A mí al menos me sucede que, desde que conocí a esta alma libérrima y poderosísima, he de decir lo que él dice de Plutarco: «me bastó con que le diera una mirada para que me creciese una pierna o un ala». Si hubiera que asumir la tarea de encontrar en la tierra una patria y un hogar, yo con él la podría realizar.

Schopenhauer aún tiene en común con Montaigne una segunda característica, además de la honestidad: una genuina serenidad que alegra. Aliis laetus, sibi sapiens [alegre para otros, sabio para sí]. Hay, en efecto, dos clases muy diferentes de sereni­dad. El verdadero pensador alegra y reconforta siempre, ya sea. que exprese su serie­dad o su broma, su visión humana o su indulgencia divina; sin gestos malhumorados, sin manos temblorosas, sin ojos llorosos, sino con seguridad y sencillez, con coraje y fortaleza, acaso de modo algo caballeresco y duro, pero en todo caso como un vence­dor: y esto es precisamente lo que alegra de manera más honda e íntima, ver al dios vencedor junto a todos los monstruos que ha combatido. Por el contrario, la serenidad ju ej^v eces se encuentra en escritores mediocres y en pensadores de corto aliento hace qué su lectura nos empobrezca: como lo experimenté yo, por ejérmplo, con la serenidad de David Strauss. Francamente, uno se avergüenza de tener a tales contemporáneos serenos, poque ellos comprometen ía época y nos comprometen a nosotros, los humanos que vivimos en ella. Semejantes aprendices de la serenidad no ven en absoluto los sufrimientos ni los monstruos que, como pensadores, ellos pretenden descubrir y combatir; y por eso su serenidad provoca disgusto, porque engaña: pues quiere seducir de manera que se tenga la creencia de que en ese trance, luchando, se ha conseguido una victoria. En el fondo, ciertamente, sólo hay serenidad donde hay victoria; y esto vale tanto para las obras de los verdaderos pen­sadores como para toda obra de arte. Aunque el contenido sea siempre tan terrible y tan serio como lo es justamente el problema de la existencia: la obra sólo tendrá un efecto agobiante y mortificante si el pensador a medias y el artista a medias han ex­tendido por encima de ese problema la bruma de su insuficiencia; mientras que al ser humano nada puede tocarle en suerte que sea más alegre ni mejor que estar cerca de alguno de los que cuentan con abundantes victorias, quienes, puesto que han pensado lo más hondo, han de amar precisamente lo más vivo y, como sabios, terminan incli­nándose ante lo bello. Ellos hablan realmente, no balbucean ni tampoco cotorrean imitaciones; se mueven y viven realmente, no de la manera tan siniestramente enmas­ carada como otras veces suelen vivir los humanos: por eso cerca de ellos nos senti­mos al fin realmente bien, nos sentimos humanos y nos sentimos naturales, y, como Goethe, podríamos exclamar: «¡Qué cosa tan extraordinaria y deliciosa es un ser vivo!í¡qué adecuado es a su estado, qué verdadero es, cuánto ser tiene (wie seiend).

Yo no describo otra cosa que la primera impresión en cierto modo fisiológica que Schopenhauer produjo en mí, esa mágica difusión de la fuerza íntima de una criatura de la naturaleza sobre otra que acontece con el primero y el más leve de los contactos; y si ahora analizo retrospectivamente esa impresión, la encuentro compuesta de tres elementos, de la impresión de su honestidad, de la de su serenidad y de la de su constancia. Schopenhauer es honesto porque se habla a sí mismo y porque escribe para sí mismo, es sereno, porque mediante el pensamiento ha vencido lo más difícil, y es constante, porque tiene la obligación de ser así. Su fuerza asciende como una llama cuando se calma el viento, recta y ligera hacia lo alto, inequívoca, sin temblor ni in­quietud. Él encuentra su camino en toda ocasión, sin que ni siquiera percibamos que lo ha buscado; antes bien, como obligado por una especie de ley de la gravedad, corre hacia allí de manera muy firme y veloz, manifiestamente inevitable. Y quien haya sentido en alguna ocasión lo que puede significar en nuestra híbrida humanidad; del presente el hecho de encontrar de una vez un ser natural íntegro, afinado, pendiente de sus propios goznes y con amplia movilidad, imparcial y sin trabas, comprenderá mi felicidad y mi admiración cuando encontré a Schopenhauer: tuve el presentimiento de que en él había encontrado a ese educador y filosofo que yo andaba buscando durante tanto tiempo. Ciertamente, sólo en forma de libro: y eso fue un defecto grande. Tanto más me esforcé entonces por ver a través del libro y por imaginarme a la persona viva cuyo gran testamento tenía que leer, una persona que prometía hacer he­rederos suyos sólo a quienes quisieran y pudieran ser más que sus meros lectores: a saber, a sus hijos y discípulos.

3

Para mí un filósofo es importante en la justa medida en que esté en condiciones de dar ejemplo. No hay duda ninguna de que mediante el ejemplo puede arrastrar tras de sí a pueblos enteros; la historia de la India, que es prácticamente la historia de la filosofía india, lo prueba. Pero ese ejemplo se ha de dar mediante la vida visible y no meramente con libros., es decir, tal como enseñaban los filósofos de Grecia, mediante el rostro, la actitud, el vestido, la comida y las costumbres más que con la palabra o sólo con la escritura. Cuánto nos falta en Alemania para esta valiente visibi­lidad de una vida filosófica, aún falta todo; muy lentamente se liberan aquí los cuerpos, cuando los espíritus parecen emancipados hace ya tiempo; y, con todo, es sólo una ilusión que un espíritu sea libre y autónomo, si esa conquistada ruptura de cortapisas —que, en el fondo, es autolimitación creadora— no se demuestra una y otra vez de la mañana a la noche mediante cada mirada y cada paso. Kant se aferró a la universidad, se sometió a los gobiernos, continuó en la apariencia de una fe religiosa y soportó estar entre colegas y estudiantes: es, pues, natural que seu ejemplo gene­rara sobre todo profesores de universidad y filosofía de profesores. Schopenhauer gasta pocos cumplidos con las castas de doctos, se aísla, aspira a la independencia del Estado y de la sociedad — éste es su ejemplo, éste es el modelo que ofrece— comen­zando aquí por lo más externo. Pero en la liberación de la vida filosófica todavía se desconocen entre los alemanes muchos grados, que no podrán seguir siempre ignora­dos. Nuestro artistas viven con más audacia y honestidad; y el ejemplo más poderoso que tenemos ante los ojos, el de Richard Wagner, muestra cómo el genio no debe tener miedo de entrar en la contradicciones más enconadas con las formas y órdenes existentes, siquiere sacar a luz el orden y la verdad superiores que viven en él. Pero la “verdad” de la que tanto hablan nuestros profesores universitarios parece ser, ciertamente, una entidad más modesta, de la que no hay que temer ningún desoren nicosa extraordinaria alguna: es una criatura cómoda y apacible que asegura una y otra vez a todos los poderes existentes que, si es por ella, nadie deberá tener la menor molestia; y que ella, en evecto, sólo es “ciencia pura”. Así pues: lo que yo quería decir es que la filosofía en Alemania ha de olvidarse cada vez más de sr “ciencia pura”; y en ello precisamente radica el ejemplo de ese humano llamado Schopenhauer.

Pero es un milagro y en absoluto una cosa menor el hecho de qué fuera ere hasta alcanzar este ejemplo humano: pues le amenazaban tanto en el exterior como en su interior los peligros más descomunales, unos peligros que hubieran aplastado o destrozado a cualquier criatura más débil. A mi parecer, había una alta probabilidad de que el ser humano Schopenhauer sucumbiera para dejar tras de sí, como residuo, en el mejor de los casos, «ciencia pura»: pero, incluso eso, sólo en el mejor de los casos; lo más probable es que no hubieran quedado restos ni de su ser humano ni de esa ciencia.

Un inglés moderno describe el peligro más general que acecha a las personas extraordinarias que viven en una sociedad atada a lo ordinario, del modo siguiente: «tales caracteres extraños primero se doblegan, luego se toman melancólicos, después enferman, y por último se mueren. Un Shelley no hubiera podido vivir en Inglaterra y una raza de Shelleys hubiera sido imposible». Nuestros Holderlin y Kleist y tantos otros se perdieron a causa de esa condición extraordinaria suya y no soportaron el clima de la llamada formación alemana; y sólo naturalezas de bronce como Beethoven, Goethe, Schopenhauer y Wagner son capaces de resistir^®. Pero incluso en ellos se muestra el efecto de la lucha extremadamente fatigosa y de la correspondiente crispación en muchos rasgos y armgas: su respirar se produce con más dificultad y su tono es con facilidad demasiado violento. Aquel diplomático experimentado que ha­ bía visto a Goethe y hablado con él sólo superficialmente, dijo a sus amigos: Voilá un homme, qui a eu de grands chagrins! — que Goethe tradujo así: «¡he aquí uno de esos que han tenido que partirse el pecho!» «Si en los rasgos de nuestro rostro no se puede borrar la huella del sufrimiento sudo, de la actividad llevada a cabo,» aña­de él, «no es de extrañar que todo lo que quede de nosotros y de nuestro esfuerzo lle­ve esa misma huella». Y esto lo dice Goethe, a quien nuestros filisteos de la forma­ción señalan como el más feliz de los alemanes, para demostrar de ese modo la tesis de que entre ellos tiene que ser posible, en efecto, llegar a ser feliz — con la segunda intención de que no haya que perdonar a nadie que entre ellos se sienta infeliz y soli­tario. Por esa razón, e incluso con gran crueldad, han establecido y explicado en la práctica el principio de que en todo aislamiento hay siempre una culpa secreta. Pues bien, el pobre Schopenhauer también tenía en el corazón una culpa secreta semejante, concretamente la de estimar su filosofía más que a sus contemporáneos; y fue además muy infeliz al saber precisamente por Goethe que, para salvar la existencia de su fi­losofía, tenía que defenderla a toda costa de la indiferencia de sus contemporáneos; pues hay una especie de censura inquisitorial en la que^ según el juicio de Goethe, los alemanes han ido lejos; se llama: silencio inquebrantable. Y con ello cuando menos ya se consiguió que la mayor parte de la primera edición de la obra principal de Schopenhauer tuviera que ser convertida en pasta de papel. El inminente peligro de que su gran obra, simplemente por indiferencia, quedara reducida de nuevo a nada, le lle­vó a una inquietud terrible y difícil de controlar; no aparecía ni un solo adepto de re­levancia. Nos entristece verle a la caza de cualquier indicio de su notoriedad; y su triunfo final, sonado y clamoroso, llegado ya el momento en que efectivamente se le leía («legor et legar»), tiene algo de doloroso y conmovedor. Precisamente todos esos rasgos en que él no deja que se note la dignidad del filósofo muestran a la persona sufriente que teme por sus bienes más nobles; así, le atormentaba la preocupación de perder su modesto patrimonio y acaso no poder ya mantener su posición pura y Ver­daderamente antigua respecto a la filosofía; así, se equivocó a menudo en su exigen­cia de seres humanos enteramente dispuestos a confiar en él y prestos a compartir sus sufrimientos, de manera que tuvo que volver una y otra vez con una mirada melancó­lica a su perro fiel. Él era por entero y por completo un eremita — no le consoló ni un solo amigo de talante verdaderamente similar — y entre uno y ninguno media aquí, como siempre entre algo y nada, una infinitud. Nadie que tenga verdaderos amigos sabe qué es la verdadera soledad, aunque tenga a su alrededor el mundo entero en su contra. — Ay, bien me doy cuenta de que no sabéis qué es el aislamiento. Allí donde ha habido sociedades, gobiernos, religiones, opiniones públicas, que dispusieren de mucho poder, en una palabra, allí donde haya habido una tiranía, allí se ha odiado al filósofo solitario; pues la filosofía ofrece al ser humano un asilo en él que ninguna tiranía puede penetrar, la caverna de la interioridad, el laberinto del pecho: y eso fastidia a los tiranos. En esa cueva se ocultan los solitarios: pero también en ese enclave acecha a los solitarios el mayor peligro. Estos seres humanos que han refugiado su libertad en la zona interior, también tienen que vivir exteriormente, han de hacerse visibles, han de dejarse ver; ellos mantienen innumerables relaciones huma­nas por nacimiento, residencia, educación, patria, azar, e importunidad ajena; asimis­mo se les suponen innumerables opiniones, simplemente porque son las que predominan; toda gesticulación facial que no sea una explícita negación, vale como aprobación; todo movimiento de la mano que no destruye, es interpretado como asentimiento. Estos solitarios y libres de espíritu saben muy bien — que de continuo y en cualquier sitio parecen diferentes de lo que piensan: mientras ellos no .quieren nada más que verdad y honestidad, a su alrededor hay una red de malentendidos; y su vehe­mente deseo no puede impedir, ciertamente, que permanezca sobre sus acciones una neblina de opiniones falsas, de acomodación, de concesiones a medias, de silencio indulgente, de interpretación equivocada. Ello condensa una nube de melancolía so­bre su frente: pues tales naturalezas odian más que a la muerte el hecho de que apa­rentar sea una necesidad; y tal exasperación permanente por todo eso los convierte en volcánicos y amenazadores. De cuando en cuando toman venganza de la violenta ocultación de sí mismos, de su forzada cautela. Salen de su caverna con terribles ex­presiones en la cara; sus palabras y sus obras son entonces explosiones, y es posible que se arruinen a sí mismos. Schopenhauer vivía de este modo tan peligroso. Preci­samente tales solitarios necesitan amor, necesitan compañeros ante quienes puedan ser tan abiertos y sencillos como lo son ante sí mismos, compañeros en presencia de los cuales desaparezca la crispación de la reticencia y del fingimiento. Apartad a estos compañeros y generaréis un peligro en aumento; Heinrich von Kleist sucumbió a esta falta de amor, y el antídoto más terrible contra las personas extraordinarias es empujarlas a que se recluyan hondamente en sí mismas de tal modo, que cada reapa­rición suya se convierta en una erupción volcánica. No obstante, vuelve a haber siem­pre un semidiós que soporta vivir bajo condiciones tan terribles, que soporta vivir victoriosamente; y, si queréis escuchar sus cantos solitarios, escuchad música de Beethoven.

Éste fue el primer peligro a cuya sombra creció Schopenhauer: el aislamiento. El segundo se llama: la desesperación de la verdad. Este peligro acompaña a todo pen­sador que sigue su camino a partir de la filosofía kantiana, presuponiendo que sea un ser humano vigoroso y entero en el sufrir y el apetecer, y no una traqueteante máqui­na de pensar y calcular. Pero ahora todos nosotros sabemos muy bien en qué vergon­zosa situación se está al hacer precisamente esa presuposición; en efecto, me parece como si tan sólo en poquísimos seres humanos hubiera intervenido Kant de un modo vivo y les hubiera transformado la sangre y los humores. Es verdad que, como puede leerse por todas partes, desde la hazaña de este docto silencioso debe haber estallado una revolución en todos los campos del espíritu; pero yo no puedo creerlo. Pues no lo veo, claramente en los seres humanos que, como tales, tendrían sobre todo que haber se revolucionado ellos mismos, antes de que pudieran hacerlo campos enteros, fueran éstos los que fueran. Pero tan pronto como Kant empezara a ejercer una influencia popular, la percibiríamos en la forma de un escepticismo y un relativismo disolventes y desintegradores; y sólo en los espíritus más activos y nobles, los de quienes nunca han aguantado en la duda, entraría en el lugar de ésta esa conmoción y esa desespe­ración de toda verdad, como las vivió, por ejemplo, Heinrich von Kleist por haber sufrido el efecto de la filosofía kantiana. «Hace poco, escribe él en una ocasión en su conmovedor estilo, entré en conocimiento con la filosofía kantiana – y ahora te he de comunicar un pensamiento de esa filosofía, en cuanto me es lícito no temer que te vaya a conmocionar tan honda, tan dolorosamente como a mí. — Nosotros no pode­mos decidir si lo que llamamos verdad es verdaderamente verdad o si sólo nos lo pa­rece así. Si es lo último, entonces la verdad que aquí vamos recogiendo, después de la muerte ya no es nada, y todo el esfuerzo por adquirir una propiedad, que nos sigue incluso a la tumba, es un esfuerzo vano. — Si la punta de este pensamiento no toca tu corazón, no te sonrías de otro que por ello se siente hondamente herido en su más sa­grado interior. Mi meta única, mi meta suprema se ha hundido y ya no tengo ningu­na». Sí, ¿cuándo volverán a sentir los seres humanos de tal modo kleistiniano-natural, cuándo aprenderán de nuevo a medir el sentido de una filosofía en primer lugar por su «más sagrado interior»? Y, no obstante, esto es necesario ante todo para valorar lo que después de Kant puede ser para nosotros precisamente Schopenhauer — a sa­ber, el guía que desde la sima del malhumor escéptico o de la renuncia crítica condu­ce a la cima de la consideración trágica, con el cielo nocturno con sus estrellas, infi­nito, sobre nosotros, y quien se ha guiado a sí mismo, el primero, a lo largo de este camino. Ésta es su grandeza, que se confrontó a la imagen de la vida como un todo, para interpretarla como un todo^^; mientras que las cabezas más agudas no se liberan del error de que nos aproximaríamos a esta interpretación si investigásemos fatigosa­ mente los colores, y con ello la materia sobre la que está pintado este cuadro; acaso con el resultado de que es un lienzo tejido de manera enteramente intrincada y recu­bierto de colores que son químicamente inescrutables. Hay que adivinar al pintor para comprender el cuadro, — Schopenhauer lo sabía. Actualmente, sin embargo, la cofradía entera de todas las ciencias está interesada en comprender ese lienzo y esos colores, pero no el cuadro; no obstante, se puede decir que sólo aquel que haya cap­tado firmemente en la mirada la pintura general de la vida y de la existencia se servi­rá de las ciencias particulares sin daño propio, pues sin una regulativa imagen global de este tipo dichas ciencias son sogas que en parte alguna llevan al final y hacen aún más embrollado y laberíntico el curso de nuestra vida. En esto, como ya se ha dicho, es Schopenhauer grande, en que va tras esa imagen como Hamlet tras el espíritu, sin dejarse desviar, como hacen los doctos, y sin caer en el entramado que ha tejido la escolástica conceptual, como es el destino de los dialécticos desenfrenados. El estu­dio de todos los que son semifilósofos a medias sólo es atrayente porque sirve para conocer que ellos enseguida caen en esos lugares de la estructura de las grandes filo­sofías en que están permitidos el pro y el contra eruditos, en que es lícito cavilar, dudar, contradecir, y porque sirve para reconocer que de ese modo ellos eluden la exi­gencia de toda gran filosofía, la cual, en cuanto totalidad, simplemente dice esto: he aquí la imagen de toda vida, aprende de ella el sentido de tu vida. Y a la inversa: lee solamente tu vida, y comprende a partir de ella los jeroglíficos de la vida que es co­mún a todos. Y de este modo es como también se debe interpretar siempre la filosofía de Schopenhauer en primer lugar: de una manera individual, efectuada por el individuo exclusivamente para él mismo, con el fin de lograr discernimiento en su propia miseria y necesidad, en su propia limitación, y conocer así los antídotos y consuelos: a saber, el sacrificio del yo, la sumisión a los propósitos más nobles, sobre todo a los de la justicia y la misericordia. Schopenhauer nos enseña a distinguir entre las exi­gencias verdaderas y las aparentes para el fomento de la felicidad de los seres humanos: cómo ni el hacerse rico, ni el ser respetado, ni el ser docto pueden sacar al individuo de su honda insatisfacción por la falta de valor de su existencia, y cómo el esforzarse por estos bienes sólo cobra sentido mediante una meta de conjunto elevada y transfiguradora: adquirir poder para, mediante él, ayudar a la physis y ser un poco corrector de las locuras y torpezas de ésta. En un primer momento, ciertamente, sólo para uno mismo; pero, al final, y a través de uno mismo, para todos. Se trata, por lo demás, de una aspiración que conduce profunda e íntimamente a la resignación: pues !son tantas y tantas las cosas que aún pueden corregirse realmente en lo individual y en lo general!

Si aplicamos precisamente estas palabras a Schopenhauer, tocamos el tercer y más peculiar peligro en que vivió, y que se hallaba oculto en la estructura entera y en el esqueleto de su ser. Todo ser humano suele encontrar previamente en sí mismo una limitación, tanto de su talento como de su querer moral, que le llena de añoranza y melan­colía; y así como desde el sentimiento de su pecaminosidad brota su anhelo hacia el santo, del mismo modo experimenta en sí, como ser intelectual, una honda exigencia hacia el genio. Aquí está la raíz de toda verdadera cultura; y si por ésta yo entiendo la añoranza de los seres humanos por renacer como santos y como genios, sé igualmente que no hace falta ser budista para comprender este mito. Allí donde encontramos talen­to sin esa añoranza, sea en el círculo de los doctos o incluso en los presuntamente formados, el talento nos produce repugnancia y náuseas; pues barruntamos que tales seres humanos, con todo su espíritu, no fomentan sino que impiden una cultura en ciernes y la procreación del genio — que es la meta de toda cultura. Se trata de un estado de endurecimiento, igual en valor a esa virtuosidad rutinaria, fría y orgullosa de sí misma, que es también la que más lejos está, y más alejado mantiene, de la verdadera santidad. Ahora bien, la naturaleza de Schopenhauer contenía una dualidad rara y extremadamente peligrosa. Pocos pensadores han sentido en tal medida y con tan incomparable determinación:que el genio laboraba en ellos; y su genio le prometía lo supremo — que no habría surco más hondo que el que la reja de su arado abriría en el suelo de la huma­nidad moderna. Así supo que una mitad de su ser estaba contenta y satisfecha, sin deseos, segura de su fuerza, y así ejerció su vocación con grandeza y dignidad como quien la culmina victoriosamente. En la otra mitad vivía una añoranza impetuosa; la com­prendemos cuando oímos que se apartaba con dolorosa mirada de la imagen del gran fundador de La Trapa, Raneé, con las palabras: «esto es cosa de la gracia». Pues el genio anhela con mayor hondura la santidad porque desde su atalaya ha visto más lejos y más claro que cualquier otro ser humano, hacia abajo, hacia la conciliación de cono­cimiento y ser, hacia adentro, hacia el reino de la paz y de la voluntad negada, más allá, hacia la otra orilla de ía que hablan los hindúes. Pero aquí está precisamente el milagro: cuán inconcebiblemente entera e inquebrantable tenía que ser la naturaleza de Scho­penhauer si ni siquiera esta añoranza pudo destruirla y, no obstante, tampoco se endu­reció. Lo que esto quiere decir lo comprenderá cada cual en la medida de lo que uno realmente es, y del grado en que lo es: pero ninguno de nosotros 16 comprenderá por completo, en toda su gravedad.

Cuanto más se reflexiona sobre los tres peligros descritos, tanto más extraño resulta que Shopenhauer se defendiera de ellos con tal energía, así como que saliera de la lucha tan sano y erguido. Ciertamente, también salió con muchas cicatrices y muchas heridas abiertas; y en un estado de ánimo que acaso se manifieste un tanto demasiado áspero, y hasta demasiado belicoso en algunos momentos. Incluso sobre el más grande de los humanos se eleva su propio ideal. A pesar de todas esas cicatrices y máculas, sigué in­cólume que Schopenhauer puede ser un modelo. Se podría incluso decir esto: lo que en su ser era imperfecto y demasiado humano nos conduce precisamente, en el sentido más humano, a su inmediata proximidad, pues le vemos como sufriente y como compañero en el sufrimiento, y no sólo en la excluyente alteza del genio.

Esos tres peligros, inherentes a la propia constitución, que amenazaban a Schorpenhauer, nos amenazan también a todos nosotros. Cada cual lleva en sí, como el nú­cleo de su ser, una singularidad productiva; y cuando uno se hace consciente de esa singularidad, aparece a su alrededor un extraño resplandor, el resplandor de lo ex­traordinario. Esto es para la mayoría de los humanos algo insoportable: porque, como, se ha dicho, los humanos son perezosos y porque esa singularidad conlleva una cadena de fatigas y de cargas. No cabe ninguna duda de que para el individuo extraordi­nario que carga con esta cadena la vida pierde casi todo lo que de ella se anhela en la juventud, a saber, serenidad, seguridad, ligereza, honor; la suerte del aislamiento és el regalo que le hacen sus congéneres; el desierto y la caverna se presentan de inmediato, viva él donde quiera. Que cuide, pues, de no dejarse someter, de no convertirse en deprimido y melancólico. Y por eso debe rodearse de imágenes de buenos y bravos luchadores, como lo fue el propio Schopenhauer. Pero incluso el segundo peligro que amenazaba a Schopenhauer no es enteramente excepcional. Aquí y allá hay alguno, provisto por naturaleza de mirada penetrante, cuyos pensamientos transitan a gusto la doble vía dialéctica; qué fácil es, si despreocupadamente deja sueltas las riendas de su talento, que sucumba como ser humano y lleve una vida de espectro casi exclusivamente en la «ciencia pura»: o que, acostumbrado a buscar en las cosas el pro y e l contra, no acierte a qué atenerse en definitiva en cuanto a la verdad, y de ese modo tenga que vivir sin coraje ni confianza, negando, dudando, corroyéndose, sin conten­to, con la esperanza reducida a la mitad y aguardando la decepción: «¡ni un perro querría seguir viviendo asP‘1» El tercer peligro es el endurecimiento, en lo moral o en lo intelectual; el ser humano desgarra el lazo que lo urna a su ideal; deja de sér.fecimdo y de reproducirse en este o en aquel campo, llega a hacerse débil o inútil pára el sentido de la cultura. La singularidad de su ser se ha convertido en átomo indivisible e incomimicable, en roca gélida. Y de este modo uno puede deteriorarse por la singularidad al igual que puede hacerlo por el miedo a la singularidad, recogiéndose en sí mismo y abandonándose uno a sí mismo, en la añoranza y también en el endurecimiento: pues vivir significa en fin de cuentas estar en peligro.

Además de estos peligros inherentes a su entera constitución a los que Scho­penhauer habría estado expuesto, hubiese vivido en este o en aquel siglo — hay aún otros peligros que le llegaron de su época\ y esta distinción entre peligros constituti­vos y peligros epocales es esencial para comprender la vertiente modélica y educativa en la naturaleza de Schopenhauer. Imaginemos el ojo del filósofo concentrando su mirada en la existencia {Dasein)’. él quiere determinar de nuevo su valor. Pues ése ha sido el genuino trabajo de todos los grandes pensadores, ser los legisladores de la me­dida, la moneda y el peso de las cosas. ¡Cuántas dificultades ha de tener si la huma­nidad que ve en primer, lugar es precisamente un fruto deficiente y carcomido por gusanos! ¡Cuánto ha de añadir al desvalor de la época actual para ser justo en defini­tiva con la existencia! Si es valiosa la dedicación a la historia de pueblos antiguos o extraños, aún lo es más para el filósofo que quiera dar un juicio justo sobre el destino humano en su conjunto, no sólo, así pues, sobre el destino medio, sino también y en especial sobre el destino supremo que puede corresponder a personas individuales o a pueblos enteros. Ahora bien, todo presente es importuno, actúa sobre el ojo y lo determina, aunque el filósofo no quiera que esto suceda; y, en el total de la cuenta, se lo tasará involuntariamente con una estimación demasiado alta. Por ello el filósofo ha de valorar bien su época en aquello que la diferencia de otras y, a la vez que supera para sí el presente, también lo ha de superar en la imagen de la vida que ofrece como . filósofo, esto es, lo ha de hacer imperceptible y, por así decirlo, le ha de añadir una capa más de pintura. Ésta es una tarea difícil, incluso apenas realizable. El juicio de los antiguos filósofos griegos sobre el valor de la existencia dice mucho más que un juicio moderno, porque ellos tenían ante sí y en torno a sí la vida misma en una exu­berante plenitud, y porque en ellos el sentimiento del pensador no se enmarañaba, como entre nosotros, en la escisión entre el deseo de libertad, de belleza, de grandeza de la vida, y el impulso hacia la verdad, que sólo pregunta: ¿qué valor tiene en defi­nitiva la existencia? Para todas las épocas sigue siendo importante saber lo que Empédocles, en medio del placer de vivir más vigoroso y superabundante de la cultura griega, dijo sobre la existencia; su juicio tiene mucho peso, sobre todo porque no lo ha refutado ningún juicio contrario de cualquier otro gran filósofo de aquella misma época grande. Lo único que lo distingue es que habla con máxima claridad, pero en el fondo — esto es, si uno abre un poco sus oídos, todos ellos dicen lo mismo. Un pensador moderno sufrirá siempre, como hemos dicho, por un deseo insatisfecho: í exigirá que, primero, se le muestre de nuevo la vida, una vida verdadera, roja, sana, para dictar entonces sobre ella su sentencia judicial. Al menos para sí mismo considerará necesario que ha de ser un ser humano vivo antes de que le sea lícito creer que puede ser un juez justo. He aquí la razón de que los filósofos modernos formen parte precisamente de los más poderosos promotores de la vida, de la voluntad de vivir, y de que ellos, desde su propia época agotada, ansíen ardientemente una cultura, una physis transfigurada. Pero esta nostalgia es también su peligro: en ellos el reformador de la vida lucha con el filósofo, es decir: con el juez de la vida” Se incline la victoria adonde se incline, será una victoria que conllevará en ella misma una pérdida. ¿Y cómo se salvó Schopenhauer también de este peligro?

Si a todo ser humano grande se lo considera, incluso de manera preferente, precisamente como el hijo genuino de su época y, en todo caso, si sufre todos los defectos de ésta de manera más intensa y más sensible que todos los humanos más pequeños, entonces la lucha de uno de los grandes de tales características contra su época no será, en apariencia, sino una lucha insensata y destructiva contra sí mismo. Pero eso es así, justamente, sólo en apariencia; pues de su época él combate aquello que le impide ser grande, lo cual en su caso sólo significa esto: ser libre y ser plenamente él mismo, De aquí se sigue que su enemistad se dirigirá en el fondo precisamente con­tra lo que sin duda está en él mismo, pero no es propiamente él mismo, es decir, contra la confusión y la coexistencia impuras de aquello que es reacio a las mezclas y eternamente incompatible con otras cosas, contra la falsa soldadura de lo tempestivo con lo que en él hay de intempestivo; y, al final, el presunto hijo de la época se revela solamente como hijastro de la misma. Así es como Schopenhauer se resistió, ya desde su temprana juventud, a esa falsa, vanidosa e indigna madre, su época, y al expul­sarla, por así decirlo, fuera de él, purificó y curó su ser, y se encontró de nuevo a sí mismo en la salud y la pureza que eran propiamente suyas. Por eso los escritos de Schopenhauer se han de utilizar como un espejo de la época; y no se debe ciertamente a un defecto de este espejo que en él todo lo tempestivo sólo sea visible como una en­ fermedad deformante, como flaqueza y palidez, como ojos hundidos y facciones exte­nuadas, como los sufrimientos perceptibles de esa condición de hijastro. La añoranza de una naturaleza fuerte, de una humanidad sana y sencilla, era en él una añoranza de sí mismo; y tan pronto como hubo vencido a la época en él mismo, tuvo también que percibir en sí, con ojo asombrado, al genio. Entonces se le desveló el secreto de su ser, se malogró el propósito de ocultarle su genio que tenía esa madrastra, su época, y se descubrió el reino de la physis transfigurada. Si ahora dirigía su ojo intrépido a la cuestión: «¿cuál es en definitiva el valor de la vida?», no tenía ya que condenar a una época confusa y agotada ni a la vida falsamente turbia que era propia de ella, Bien sabía él que sobre esta tierra aún es posible encontrar y alcanzar algo más elevado y más puro que una vida tempestiva semejante, y que todo aquel que sólo cono­ce y valora la existencia según esa fea figura, le causa una amarga injusticia. No, ahora se llama al genio mismo para escuchar si éste, que es el fruto supremo de la vida, pueda quizá, en definitiva, justificarla; el ser humano magnífico y creador es quien debe responder a la pregunta: «¿afirmas tú por tanto, en lo más hondo del corazón, esta existencia? ¿Te satisface? ¿Quieres ser su intercesor, su redentor? Pues bastará un único y veraz ¡sí! de tu boca — y la vida, tan gravemente acusada, será absuelta». — ¿Qué respuesta dará? — La respuesta de Empédocles.

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