Arthur Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación I, trad de P. López de Santa María. Madrid: Trotta, 2016, pp. 151-158.
§ 18
De hecho, el significado del mundo que se presenta ante mí simplemente como mi representación, o el tránsito desde él, en cuanto mera representación del sujeto cognoscente, hasta lo que además pueda ser, no podría nunca encontrarse si el investigador mismo no fuera nada más que el puro sujeto cognoscente (cabeza de ángel alada sin cuerpo). Pero él mismo tiene sus raíces en aquel mundo, se encuentra en él como individuo; es decir, su conocimiento, que es el soporte que condiciona todo el mundo como representación, está mediado por un cuerpo cuyas afecciones, según se mostró, constituyen para el entendimiento el punto de partida de la intuición de aquel mundo. Para el puro sujeto cognoscente ese cuerpo es en cuanto tal una representación como cualquier otra, un objeto entre objetos: sus movimientos y acciones no le son conocidos de forma distinta a como lo son los cambios de todos los demás objetos intuitivos, y le resultarían igual de ajenos e incomprensibles si su significado no le fuera descifrado de otra manera totalmente distinta. En otro caso, vería que su obrar se sigue de los motivos que se le presentan, con la constancia de una ley natural, exactamente igual que acontecen los cambios de los demás objetos a partir de causas, estímulos y motivos. Pero no comprendería el influjo de los motivos mejor que la conexión entre todos los demás efectos que se le manifiestan y sus causas. Entonces a la esencia interna e incomprensible para él de aquellas manifestaciones y acciones de su cuerpo la denominaría, a discreción, una fuerza, una cualidad o un carácter, pero no tendría una mayor comprensión de ella. Mas las cosas no son así: antes bien, al sujeto del conocimiento que se manifiesta como individuo le es dada la palabra del enigma: y esa palabra reza voluntad. Esto, y solo esto, le ofrece la clave de su propio fenómeno, le revela el significado, le muestra el mecanismo interno de su ser, de su obrar, de sus movimientos. Al sujeto del conocimiento, que por su identidad con el cuerpo aparece como individuo, ese cuerpo le es dado de dos formas completamente distintas: una vez como representación en la intuición del entendimiento, como objeto entre objetos y sometido a las leyes de estos; pero a la vez, de una forma totalmente diferente, a saber, como lo inmediatamente conocido para cada cual y designado por la palabra voluntad. Todo verdadero acto de su voluntad es también inmediata e indefectiblemente un movimiento de su cuerpo: no puede querer realmente el acto sin percibir al mismo tiempo su aparición como movimiento del cuerpo. El acto de voluntad y la acción del cuerpo no son dos estados distintos conocidos objetivamente y vinculados por el nexo de la causalidad, no se hallan en la relación de causa y efecto, sino que son una y la misma cosa, solo que dada de dos formas totalmente diferentes: de un lado, de forma totalmente inmediata y, de otro, en la intuición para el entendimiento. La acción del cuerpo no es más que el acto de voluntad objetivado, es decir, introducido en la intuición. De aquí en adelante se nos mostrará que lo mismo vale de todo movimiento del cuerpo, no solo del que se efectúa por motivos sino también del movimiento involuntario que se produce por meros estímulos; e incluso que todo el cuerpo no es sino la voluntad objetivada, es decir, convertida en representación; todo ello se demostrará y hará claro al seguir adelante. Por lo tanto, el cuerpo, que en el libro anterior y en el tratado Sobre el principio de razón denominé el objeto inmediato conforme al punto de vista unilateral adoptado allí a propósito (el de la representación), lo denominaré aquí, desde otra consideración, la objetividad de la voluntad. De ahí que se pueda también decir en un cierto sentido: la voluntad es el conocimiento a priori del cuerpo, y el cuerpo el conocimiento a posteriori de la voluntad. Las decisiones de la voluntad referentes al futuro son simples reflexiones de la razón acerca de lo que un día se querrá y no actos de voluntad propiamente dichos: solo la ejecución marca la decisión, que hasta entonces sigue siendo una mera intención variable y no existe más que en la razón, in abstracto. Solamente en la reflexión difieren el querer y el obrar: en la realidad son una misma cosa. Todo acto de voluntad inmediato, verdadero y auténtico es enseguida e inmediatamente un manifiesto acto del cuerpo: y, en correspondencia con ello, toda acción sobre el cuerpo es enseguida e inmediatamente una acción sobre la voluntad: en cuanto tal se llama dolor cuando es contraria a la voluntad, y bienestar, placer, cuando es acorde a ella. Las gradaciones de ambos son muy distintas. Pero está totalmente equivocado quien denomina el dolor y el placer representaciones: no lo son en modo alguno, sino afecciones inmediatas de la voluntad en su fenómeno, el cuerpo: son un forzado y momentáneo querer o no querer la impresión que este sufre. Solo se pueden considerar inmediatamente como simples representaciones, y así excepciones a lo dicho, unas pocas impresiones sobre el cuerpo que no excitan la voluntad y solo mediante las cuales el cuerpo es un objeto inmediato de conocimiento, ya que en cuanto intuición en el entendimiento es ya un objeto mediato igual que todos los demás. Me refiero aquí en concreto a las afecciones de los sentidos puramente objetivos: la vista, el oído y el tacto, aunque solo en la medida en que esos órganos son afectados de la formapeculiar, específica y natural a ellos, forma que constituye una excitación tan sumamente débil de la elevada y específicamente modificada sensibilidad de esos órganos, que no afecta a la voluntad sino que, sin ser perturbada por ninguna excitación de esta, se limita a proporcionar al entendimiento los datos de los que resulta la intuición. Toda afección de aquellos instrumentos sensoriales más intensa o de otra clase resulta dolorosa, es decir, contraria a la voluntad, a cuya objetividad también pertenecen. – La debilidad nerviosa se manifiesta en que las impresiones, que solamente deben poseer el grado de intensidad suficiente para convertirlas en datos para el entendimiento, alcanzanun grado superior en el que mueven la voluntad, es decir, suscitan dolor o bienestar, aunque con más frecuencia dolor, si bien este es en parte vago y confuso; de ahí que no solo nos haga experimentar dolorosamente los tonos aislados y la luz intensa, sino que también en general ocasione un patológico humor hipocondríaco sin que nos percatemos de él con claridad. – Además, la identidad del cuerpo y la voluntad se muestra también, entre otras cosas, en que todo movimiento violento y desmesurado de la voluntad, es decir, todo afecto, sacude inmediatamente el cuerpo y su mecanismo interno, y perturba el curso de sus funciones vitales. Esto se halla explicado de manera especial en La voluntad en la naturaleza, página 27 de la segunda edición.
Finalmente, el conocimiento que tengo de mi voluntad, aunque inmediato, no es separable del conocimiento de mi cuerpo. Yo no conozco mi voluntad en su conjunto, como una unidad, no la conozco completamente en su esencia, sino exclusivamente en sus actos individuales, o sea, en el tiempo, que es la forma del fenómeno de mi cuerpo como de cualquier objeto: por eso el cuerpo es condición del conocimiento de mi voluntad. De ahí que no pueda representarme esa voluntad sin mi cuerpo. En el tratado Sobre el principio de razón se ha presentado la voluntad o, más bien, el sujeto del querer, como una clase especial de representaciones u objetos: pero ya allí vimos que ese objeto coincide con el sujeto, es decir, que cesa de ser objeto: allá denominamos esa coincidencia el milagro κατ’εξοχην1: todo el presente escrito es en cierto modo la explicación del mismo. – En la medida en que conozco mi voluntad propiamente como objeto, la conozco como cuerpo: pero entonces me encuentro de nuevo en la primera clase de representaciones planteada en aquel tratado, es decir, en los objetos reales. Según avancemos iremos comprendiendo mejor que aquella primera clase de representaciones encuentra su explicación, su desciframiento, únicamente en la cuarta clase allí planteada, que no quería ya enfrentarse como objeto al sujeto; y veremos que, en correspondencia con ello, a partir de la ley de motivación dominante en la cuarta clase hemos de llegar a comprender la esencia interna de la ley de causalidad válida en la primera clase y de lo que acontece conforme a ella.
La identidad de la voluntad y el cuerpo presentada aquí provisionalmente solo puede demostrarse tal y como se ha hecho aquí -y, por cierto, por vez primera- y se seguirá haciendo en adelante cada vez más; es decir, solamente se la puede elevar desde la conciencia inmediata, desde el conocimiento in concreto, al saber de la razón, trasladándola al conocimiento in abstracto: en cambio, nunca puede ser demostrada según su naturaleza, es decir, no se la puede inferir como conocimiento mediato a partir de otro más inmediato, precisamente porque ella misma es lo más inmediato; y si no la concebimos y constatamos como tal, en vano esperaremos recuperada de manera mediata, en forma de conocimiento inferido. Se trata de un conocimiento de clase totalmente peculiar, cuya verdad no puede por ello incluirse bajo ninguna de las cuatro rúbricas en las que he dividido todas las verdades dentro del tratado Sobre el principio de razón, § 29 ss., a saber: lógica, empírica, transcendental y metalógica: pues esta no es, como todas aquellas, la relación de una representación abstracta con otra representación o con la forma necesaria del representar intuitivo o el abstracto, sino que es la referencia de un juicio a la relación que una representación intuitiva, el cuerpo, tiene con aquello que no es representación sino algo toto genere distinto de esta: voluntad. Por eso quiero resaltar esa verdad sobre todas la demás y denominarla la verdad filosófica κατ’ εξοχην. Se puede dar la vuelta a su expresión de diversas formas y decir: mi cuerpo y mi voluntad son lo mismo; – o: lo que en cuanto representación intuitiva denomino mi cuerpo, en la medida en que se me hace consciente de una forma totalmente distinta y no comparable con ninguna otra, lo llamo mi voluntad; o: mi cuerpo es la objetividad de mi voluntad – o aparte de ser mi representación, mi cuerpo es también mi voluntad; etcétera2.
§ 19
Si en el libro primero, con resistencia interna, consideramos el propio cuerpo, al igual que todos los demás objetos de este mundo intuitivo, como una mera representación del sujeto cognoscente, ahora se nos ha hecho claro lo que en la conciencia de cada uno distingue la representación del propio cuerpo de todas las demás, que en otrosrespectos son totalmente semejantes a ella, a saber: que el cuerpo se presenta además en la conciencia de otra formatoto genere distinta designada con la palabra voluntad, y que precisamente ese doble conocimiento que poseemos del propio cuerpo nos proporciona la explicación sobre él mismo, sobre su acción y su movimiento a partir de motivos como también sobre su padecimiento de los influjos externos; en una palabra, sobre aquello que es, no en cuanto representación sino también en sí; una explicación que no tenemos de forma inmediata respecto de la esencia, acción y pasión de todos los demás objetos reales.
El sujeto cognoscente es individuo precisamente en virtud de esa especial relación con un cuerpo que, considerado fuera de esta relación, no es más que una representación como todas las demás. Pero la relación por la que el sujeto cognoscente es individuo solamente se da entre él y una sola de entre todas sus representaciones; de ahí que esta sea la única de la que él es consciente no solo como representación sino a la vez de forma totalmente distinta: como voluntad. Mas si hacemos abstracción de aquella relación especial, de aquel conocimiento doble y totalmente heterogéneo de una y la misma cosa, entonces aquella unidad, el cuerpo, es una representación igual que todas las demás: y así el individuo cognoscente, para orientarse al respecto, o bien tiene que admitir que lo distintivo de aquella representación única consiste meramente en que solo con ella se encuentra su conocimiento en esa doble relación, y solo en ese objeto intuitivo único le es accesible la comprensión de dos maneras simultáneas, si bien eso no se puede interpretar por una diferencia de ese objeto respecto de todos los demás sino solo por una diferencia entre la relación de su conocimiento con ese objeto y la que tiene con todos los demás; o bien ha de suponer que ese objeto único es esencialmente distinto de todos los demás, que solo él es al mismo tiempo voluntad y representación mientras que los demás son mera representación, es decir, meros fantasmas; así que su cuerpo será el único individuo real del mundo, esto es, el único fenómeno de la voluntad y el único objeto inmediato del sujeto. – Que los demás objetos considerados como meras representaciones son iguales a su cuerpo, es decir, al igual que este llenan el espacio (cuya existencia solo es posible en cuanto representación) y también como él actúan en el espacio, se puede demostrar con certeza a partir de la ley de causalidad, que es segura a priori para las representaciones y no admite un efecto sin causa: pero, dejando aparte que desde el efecto solo se puede inferir una causa en general y no una causa igual, con eso nos mantenemos en el ámbito de la mera representación, solo para la cual rige la ley de causalidad y más allá de la cual esta no nos puede nunca conducir. Mas la cuestión de si los objetos conocidos por el individuo como meras representaciones son al igual que su propio cuerpo fenómenos de su voluntad constituye, tal y como se declaró en el libro anterior, el verdadero sentido de la pregunta acerca de la realidad del mundo externo: su negación es el sentido del egoísmo teórico, que justamente así considera meros fantasmas todos los fenómenos excepto su propio individuo, al igual que el egoísmo práctico hace exactamente lo mismo en el terreno práctico, a saber: solo considera la propia persona como realmente tal, mientras que todas las demás las ve y trata como simples fantasmas. El egoísmo teórico nunca se puede refutar con argumentaciones: sin embargo, dentro de la filosofía seguramente no se ha utilizado nunca más que como sofisma escéptico, es decir, por aparentar. En cambio, como convicción seria solo podría encontrarse en el manicomio: en cuanto tal, contra él no se precisarían tanto demostraciones como cura. De ahí que no entremos más en él sino que lo consideremos únicamente como la última fortaleza del escepticismo, que es siempre polémico. Así pues, nuestro conocimiento, que está siempre ligado a la individualidad y en ello precisamente tiene su limitación, lleva consigo que cada cual solo pueda ser uno y, en cambio, pueda conocer todo lo demás, limitación esta que genera la necesidad de la filosofía; y así nosotros, que precisamente por eso aspiramos a ampliar los límites de nuestro conocimiento a través de la filosofía, consideraremos el argumento escéptico que aquí nos opone el egoísmo teórico como un pequeño reducto que es ciertamente inexpugnable pero cuya guarnición nunca puede salir de él, por lo que se puede pasar junto a él y darle la espalda sin peligro.
En consecuencia, el doble conocimiento que poseemos del ser y actuar de nuestro propio cuerpo, conocimiento que se ofrece de dos formas completamente heterogéneas y que aquí ha llegado a hacerse claro, lo emplearemos en adelante como una clave de la esencia de todo fenómeno de la naturaleza; y todos los objetos que no se ofrecen a la conciencia como nuestro propio cuerpo de esas dos maneras sino solamente como representación, los juzgaremos en analogía con aquel cuerpo; y supondremos que, así como por una parte aquellos son representación como él, y en ello semejantes a él, también por otra parte, si dejamos al margen su existencia como representación del sujeto, lo que queda ha de ser en su esencia íntima lo mismo que en nosotros llamamos voluntad. ¿Pues qué otra clase de existencia o realidad deberíamos atribuir al resto del mundo corpóreo? ¿De dónde habríamos de tomar los elementos con que componerlo? Fuera de la voluntad y la representación no conocemos ni podemos pensar nada. Si queremos atribuir la máxima realidad que conocemos al mundo corpóreo que no existe inmediatamente más que en nuestra representación, le otorgaremos la realidad que para cada cual tiene su cuerpo: pues él es para cada uno lo más real. Pero si analizamos la realidad de ese cuerpo y de sus acciones, aparte del hecho de que es nuestra representación no encontramos nada más que la voluntad: con ello se agota su realidad. De ahí que no podamos de ningún modo encontrar otra clase de realidad que adjudicar al mundo corpóreo. Así pues, si este ha de ser algo más que nuestra mera representación, hemos de decir que al margen de la representación, esto es, en sí y en su esencia más íntima, es aquello que en nosotros mismos descubrimos inmediatamente como voluntad. Digo: en su esencia más íntima. Pero antes que nada hemos de llegar a conocer de cerca esa esencia de la voluntad, a fin de saber distinguirla de lo que no le pertenece a ella en sí misma sino ya a su fenómeno, el cual posee muchos grados: tales son, por ejemplo, el estar acompañado de conocimiento y el consiguiente determinarse por motivos; según veremos más adelante, eso no pertenece a su esencia sino solo a su más claro fenómeno: el animal y el hombre. Por lo tanto, si digo: la fuerza que impulsa la piedra hacia la tierra es en esencia, en sí y fuera de toda representación, voluntad, esa frase no se interpretará como la descabellada opinión de que la piedra se mueve por un motivo conocido, ya que en el hombre la voluntad se manifiesta así3. – Pero lo expuesto hasta aquí provisionalmente y en general quisiéramos ahora demostrarlo y fundamentarlo con más detalle y claridad, desarrollándolo en toda su extensión4.
1[Por antonomasia.]
2Véase sobre esto el capítulo 18 del segundo volumen.
3Así pues, en modo alguno coincidiremos con Bacon de Verulam cuando opina (De augm. Scient., libro 4, in fine) que todos los movimientos mecánicos y físicos de los cuerpos se producen únicamente después de una previa percepción en esos cuerpos; aunque también fue un presentimiento de la verdad lo que dio lugar a esa falsa tesis. Lo mismo ocurre con la afirmación de Kepler en su tratado De planeta Martis, según la cual los planetas tenían que poseer conocimiento para encontrar tan acertadamente sus órbitas elípticas y medir la velocidad de sus movimientos de tal modo que los triángulos de la superficie de sus órbitas fueran siempre proporcionales al tiempo en el que recorrían su base.
4Véase sobre esto el capítulo 19 del segundo volumen.