Nietzsche: Assaig d’autocrítica

Així es titula la introducció de la primera de les grans obres, El naixement de la tragèdia en l'esperit de la música (1872). La traducció és de Joan B. Linares en el vol. I de les Obras completas. Madrid: Tecnos, 2015, pp. 329-336.

Ensayo de autocrítica

1

Sea lo que sea aquello que esté en el fundamento de este libro problemático: tiene que haber sido una cuestión de primer rango y de sumo interés, y además una cues­tión profundamente personal — testimonio de ello es la época en la que surgió, a pe­sar de la que surgió, la excitante época de la guerra franco-alemana de 1870-1871. Mientras los ruidos atronadores de la batalla de Wörth se expandían por Europa, el pensativo soñador y amigo de enigmas a quien se le deparó la paternidad de este libro estaba en algún rincón de los Alpes muy dentro de sus sueños y enigmas, por consiguiente muy preocupado y despreocupado al mismo tiempo, y ponía por escrito sus crispamientos sobre los griegos, — el núcleo del libro singular y difícilmente accesi­ble al que estará dedicado este tardío prólogo (o epílogo). Unas semanas después: y él mismo se encontraba bajo los muros de Metz, sin haberse liberado aún de los sig­nos de interrogación que había colocado a la presunta «serenidad» de los griegos y deí arte griego; hasta que por fin, en aquel mes de hondísima tensión, cuando en Versalles se deliberaba sobre la paz, también él consiguió hacer la paz consigo mismo y, curándose lentamente de una enfermedad que había contraído en el campo de batalla, comprobó en sí de manera definitiva el «nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música». — ¿En la música? ¿Música y tragedia? ¿Griegos y música-de-tragedia? ¿Griegos y la obra de arte del pesimismo? La especie más lograda, más bella, la que há sido más y mejor envidiada, la que más seduce a vivir de todos los seres humanos qué ha habido hasta ahora, los griegos — ¿cómo? ¿Tuvieron precisamente ellos necesidad de la tragedia? Más aún — ¿del arte? ¿Para qué — el arte griego?

Se adivina en qué lugar se había puesto el gran signo de interrogación sobre el valor de la existencia al plantear estas cuestiones. ¿Es el pesimismo necesariamente el signo del declive, de la ruina, del fracaso, de los instintos fatigados y debilitados? — ¿como lo fue entre los indios, como lo es, según todas las apariencias, entre nosotros, los humanos y européos «modernos»? ¿Existe un pesimismo de la fortaleza? ¿Una predilección intelectual por lo duro, espantoso, malvado, problemático de la existencia, predilección que es fruto del bienestar, de la salud desbordante, de la plenitud de la existencia? ¿Hay acaso un sufrimiento en la sobreplenitud misma? ¿Una tentadora valentía de la mirada más aguda, valentía que desea vivamente lo terrible, como el adversario, el digno adversario en el que puede probar su fuerza?, ¿en el que quiere aprender qué es «el sentir miedo»? ¿Qué sig­nifica, precisamente en los griegos de la época mejor, más fuerte, más valiente, el mito trágico ¿Y el fenómeno tremendo de lo dionisíaco? ¿Qué significa, nacida de él, la tra­gedia? — Y por otra parte: aquello de que murió la tragedia, el socratismo de la moral, la dialéctica, suficiencia y serenidad del ser humano teórico — ¿cómo?, ¿no podría ser precisamente este socratismo un signo de declive, de fatiga y enfermedad, de unos instintos que se disuelven anárquicamente? ¿Y la «serenidad griega» del helenismo tardío, solamente un arrebol vespertino? ¿La voluntad epicúrea contra el pesimismo, solamente una precaución de alguien que sufre? Y la ciencia misma, nuestra ciencia— sí, ¿qué significa ; en general, considerada como síntoma de vida, toda ciencia? ¿Para qué, peor aún, de dón­de — toda ciencia? ¿Cómo? ¿Es quizá el cientificismo solamente un miedo y una evasiva ante el pesimismo? ¿Una refinada y legitima defensa — contra la verdad! Y, hablando en términos morales, ¿algo así como cobardía y falsedad? Hablando en términos no-morales, ¿una astucia? Oh Sócrates, Sócrates, ¿fue ése acaso tu secreto? Oh irónico misteriosp, ¿fue ésa acaso tu — ironía? – –

2

Lo que yo conseguí agarrar entonces, algo terrible y peligroso, un problema con cuernos, no necesaria ni precisamente un toro, en todo caso un problema nuevo: hoy yo diría que fue el problema de la ciencia misma — la ciencia entendida por vez primera como problemática, como cuestionable. Pero el libro en el que entonces se exteriorizaron mi juvenil valor y mi juvenil recelo — ¡qué tipo de libro imposible que resultar de una tarea tan contraria a la juventud! Construido todo él con vivericfe; propias, prematuras y demasiado verdes, que estaban todas rozando el umbral de lo comunicable, colocado en el terreno del arte — pues no se puede conocer el problema de la ciencia en el terreno de la ciencia — , un libro tal vez para artistas con la disposición adicional de capacidades analíticas y retrospectivas (es decir; para una especie-de-excepción de artistas, a quienes hay que buscar y ni siquiera se querría buscar…), lleno de innovaciones psicológicas y de secretos-de-artista, con una métafísica-de-artista en el trasfondo, una obra juvenil llena de coraje juvenil y de meM- v colía-de-juventud, independiente, obstinada-y-autónoma incluso allí donde parece; someterse a una autoridad y a una veneración propia, en pocas palabras, una obra primeriza también en el mal sentido de la expresión, sujeta, a pesar de su problema senil, a todos los defectos de la juventud, sobre todo a su «excesiva longitud», a su «tormenta y arrebato» (Sturm und Drang): por otra parte, en lo que respecta al éxito que tuyo; (especialmente en el gran artista al que se dirigía como para un diálogo, en Richard Wagner), un libro probado quiero decir, un libro que, en todo caso, ha conseguido satisfacer «a los mejores de su tiempo». Ya por esto se lo debería tratar con algún respeto y silencio; sin embargo, no quiero reprimir por completo cuán desagradable se me aparece ahora, cuán extraño se encuentra ahora, dieciséis años después, ante un ojo más viejo, cien veces más exigente, pero que en modo alguno se ha vuelto más frío, un ojo que tampoco se hizo más extraño a aquella tarea a la que este libro audaz se atrevió por vez primera a acercarse — ver la ciencia con la óptica del artista, y el arte, con la de la vida…

3

Dicho una vez más, hoy es para mí un libro imposible — lo considero mal escrito, pesado, molesto, repleto de imágenes que exasperan y confimden, sentimental, acá y allá azucarado hasta lo femenino, desigual en el tempo [ritmo], sin voluntad de limpieza lógica, muy convencido y por ello dispensándose de dar demostraciones, desconfiado incluso de la conveniencia de dar demostraciones, como un libro para iniciados, como una «música» para aquellos que han sido bautizado en la música, para aquellos que desde el comienzo de las cosas están vinculados por experiencias-artísticas comunes y raras, como signo de reconocimiento para parientes de sangre in artibus [en cuestiones artísticas],— un libro arrogante y entusiasta, que de antemano se cierra al profanum vul­gos [vulgo profano] de los «individuos con formación» más aún que al «pueblo», pero que, como su incidencia demostró y demuestra, ha de ser también bastante experto en buscar sus compañeros de entusiasmo y en atraerlos hacia nuevas sendas ocultas y pistas de baile. Aquí hablaba en todo caso — esto se admitió con tanta curiosidad como aver­sión mía voz extrañe, el discípulo de un «dios» todavía «desconocido», que por el momento se había escondido bajo la capucha del docto, bajo la pesadez y el dialéctico malhumor del alemán^, incluso bajo los malos modales del wagneriano; aquí se hallaba un espíritu con necesidades extrañas, carentes aún de nombre, una memoria rebosante de preguntas, de experiencias, de oscuros secretos, a cuyo margen estaba escrito el nombre Dioniso como un signo más de interrogación: aquí hablaba— así se dijo con desconfianza – algo que era como una alma mística y casi menádica, la cual con dificultades y de manera arbitraria, casi indecisa sobre si quería comunicarse o quería ocultarse, balbucea­ ba por así decirlo en un idioma extraño. Hubiera debido cantar esa «nueva alma» — ¡y no hablar! Qué lástima que lo que entonces tenía que decir no me atreviera a decirlo como poeta: ¡quizá lo habría podido conseguir! O, al menos, como filólogo: — ¡pues todavía hoy casi todo sigue estando para el filólogo por descubrir y excavar en este ám­bito! Sobre todo el problema de que aquí hay un problema, — y de que los griegos, mientras no tengamos una respuesta a la pregunta «¿qué es lo dionisíaco?», seguirán siendo completamente desconocidos e inimaginables…

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Sí, ¿qué es lo dionisíaco? — En este libro hay una respuesta a esa pregunta — en él habla una persona «que sabe», el iniciado y discípulo de. su dios. Quizá ahora yo hablaría con más precaución y menos elocuencia de una cuestión psicológica tan di­fícil como la del origen de la tragedia entre los griegos. Una cuestión fundamental es la relación del griego con el dolor, su grado de sensibilidad, — ¿permaneció esa rela­ción idéntica a sí misma?, ¿o se invirtió? — esa cuestión de si realmente su cada vez más fuerte deseo de belleza, de fiestas, diversiones, nuevos cultos, ¿surgió de la ca­rencia, de la privación, de la melancolía, del dolor? Suponiendo, en efecto, que precisamente esto fuese verdadero — y Pericles (o Tucídides) nos lo da a entender en el gran discurso fúnebre— : ¿de dónde tendría que proceder entonces el deseo opuesto, un deseo que predominó antes en el tiempo, el deseo de lo feo, la buena, estricta voluntad del heleno primitivo, una voluntad de pesimismo, de mito trágico, de dar ima­gen a todo lo terrible, malvado, enigmático, aniquilador y funesto que se encuentra en el fondo de la existencia,— de dónde tendría que provenir entonces la tragedia? ¿Quizá del placer, de la fuerza, de una salud desbordante, de una plenitud sobrema­nera grande? ¿Y qué significado tiene entonces, formulando la pregunta en términos fisiológicos, aquella demencia de que surgió tanto el arte trágico como el cómico, la demencia dionisíaca? ¿Cómo? ¿Acaso no es la demencia, necesariamente, el síntoma de la degeneración, del declive, de la cultura sobremanera tardía? ¿Hay tal vez — una pregunta para médicos de locos — neurosis de la salud!, ¿de la juventud-y de la adolescencia-de-un-pueblo? ¿A qué remite aquella síntesis de dios y macho cabrio en el sátiro? ¿Desde qué vivencia de sí mismo, para colmar qué necesidad apremiante tuvo el griego que imaginarse al entusiasta dionisíaco y al (üonisíaco ser humano primor dial como un sátiro? Y en lo que se refiere al origen del coro trágico: ¿hubo tal vez éxtasis endémicos en aquellos siglos en los que el cuerpo griego florecía, en los que el alma griega rebosaba de vida? ¿Visiones y alucinaciones que se comunicaban a comunidades enteras, a asambleas enteras convocadas para el culto? ¿Cómo?, ¿y si los griegos, precisamente en la opulencia de su juventud, tuvieron la voluntad de lo trágico y fueron pesimistas?, ¿y si fue precisamente la demencia, para utilizar úna expresión de Platón, la que trajo las máximas bendiciones sobre la Hélade? ¿Y si, por otra parte y de manera inversa, los griegos, precisamente en los tiempos de su disolu­ción y debilidad, se volvieron cada vez más optimistas, más superficiales, más comediantes, también más ansiosos de lógica y de logicización del mundo, es decir, se hicieron a la vez «más serenos» y «más científicos»? ¿Cómo?, ¿y si tal vez, a pesar de todas las «ideas modernas» y los prejuicios del gusto democrático, pudieran la vic­toria del optimismo, la racionalidad que ha llegado a ser predominante, el utilitarismo práctico y teórico, al igual que la democracia misma, de la que aquél es coetáneo, — ser un síntoma de fuerza declinante, de vejez inminente, de fatiga fisiológica? ¿Y precisamente no — el pesimismo? ¿Fue Epicuro un optimista — precisamente en cuanto era alguien que sufría!——-Se ve que es un cargamento entero de difíciles cuestiones el que este libro se lanzó a asumir, — ¡añadamos además su cuestión más difícil! ¿Qué significa, vista con la óptica de la vida, — la moral?…

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Ya en el prólogo a Richard Wagner se presenta el arte —y no la moral— como la actividad propiamente metafísica del ser humano; en el libro mismo retoma en varias ocasiones la provocativa tesis de que sólo como fenómeno estético está justificada la existencia del mundo. De hecho el libro entero sólo conoce un sentido-de-artista (Künstler-Sinn) y un segundo-sentido-de-artista detrás de todo acontecer, — un “dios”, si se quiere, pero, ciertamente, tan sólo un dios-artista (Künstler-Gott) desprovisto por completo de escrúpulos y de moral, el cual, tanto en el construir como en el destruir, tanto en el bien como en el mal, quiere darse cuenta de su placer y de su autocracia, que son iguales, el cual, creando mundos, se libera de la necesidad de la plenitud y la sobreplenitud, del sufrimiento de las antítesis que en él se han concen­trado. El mundo, en cada instante la alcanzada redención de dios, en cuanto es la vi­sión eternamente cambiante, eternamente nueva del ser más sufriente, más antitético, más contradictorio, el cual sólo sabe redimirse en la apariencia: a toda esta metafisica-de-artista se la puede denominar arbitraria, ociosa, fantástica —, lo esencial al respecto es que tal metafísica delata ya un espíritu que alguna vez, asumiendo todos los riesgos, se defenderá contra la interpretación moral y el significado moral de la existencia. Aquí se anuncia, quizá por vez primera, un pesimismo «más allá del bien y’dél mal», aquí toma la palabra y se formula aquella «perversidad de los sentimientos» contra la que Schopenhauer no se cansó de lanzar de antemano sus maldiciones y, sus rayos más furiosos, — una filosofía que se atreve a colocar, a degradar la moral misma poniéndola en el mundo fenoménico, y no sólo entre los «fenómenos» (en el sentido de este terminas technicus idealista), sino entre los «engaños», como aparien­cia, ilusión, error, interpretación, arreglo, arte. Quizá se pueda apreciar de manera óptima la profundidad de esta tendencia antimoral en el ‘silencio precavido y hostil con el que se trata al cristianismo en el libro entero, — el cristianismo como la más aberrante transcripción del tema moral que la humanidad ha llegado a escuchar hasta ahora. En verdad, respecto a la interpretación del mundo y la justificación-del-mundo puramente estéticas, tal como se enseñan en las teorías de este libro, no hay ninguna antítesis más grande que la doctrina cristiana, la cual es y quiere ser sólo una doctrina moral, y con sus normas absolutas, por ejemplo, ya con su veracidad de Dios, relega el arte, todo arte, al reino de la mentira, — es decir, lo niega, lo reprueba, lo condena. Detrás de semejante manera de pensar y de valorar, que, mientras sea de algún modo auténtica, ha de ser hostil al arte, percibía yo también desde siempre lo hostil a la vida,si aversión rencorosa y vengativa contra la vida misma: pues toda vida se basa eñ la apariencia, en el arte, en el engaño, en la óptica, en la necesidad de las perspec­tivas y del error. El cristianismo fue desde el inicio, de manera esencial y fundamental, asco y hastío de la vida respecto a la vida, los cuales, con la creencia en una vida “distinta”) o “mejor”), sólo conseguían disfrazarse, sólo conseguían ocultarse, sólo conseguían engalanarse. El odio al «mundo», la maldición de los afectos, el miedo a la belleza y a la sensualidad, un más allá inventado para calumniar mejor el más acá, en el fondo un deseo ardiente de adentrarse en la nada, en el final, en el descanso, hasta llegar al «sábado de los sábados» — todo esto, así como la voluntad incondicio­nal; del cristianismo de admitir sólo valores morales, me pareció siempre la forma más peligrosa y siniestra de todas las formas posibles de una «voluntad de ocaso», me pareció, cuando menos, un signo de muy grave enfermedad, de muy profundos can­sancio, desaliento, agotamiento, empobrecimiento de la vida, — pues ante la moral (especialmente ante la moral cristiana, es decir, ante la moral incondicional) la vida tiene que estar equivocada de manera constante e inevitable, porque la vida es algo esencialmente amoral, — la vida, finalmente, oprimida bajo el peso del desprecio y del eterno no, ha de sentirse como indigna de ser apetecida, como no-válida en sí. La moral misma — ¿cómo?, ¿no seria la moral una «voluntad de negación de la vida», ¿Un instinto secreto de aniquilación, un principio de ruina, de empequeñecimiento, de calumnia, un comienzo del final? ¿Y, en consecuencia, el peligro de los peligros?… Contra la moral, así pues, se volvió entonces, con este libro problemático, mi instinto, como un instinto defensor de la vida, y se inventó una contradoctrina radical y una contravaloración radical de la vida, una doctrina y una valoración opuestas puramente artísticas, una doctrina y una valoración anticristianas, ¿Cómo denominarlas? Como filólogo y como ser humano dedicado a las palabras las bauticé, no sin cierta libertad — pues ¿quién sabría el nombre correcto del Anticristo? — con el nombre de un dios griego: yo las llamé dionisíacas. —

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¿Se entiende cuál es la tarea que me atreví ya a abordar con este libro?… ¡Cuánto lamento ahora que aún no tuviera entonces el coraje (¿o la inmodestia?) de permitirme, en todos los aspectos, también un lenguaje propio para intuicioines y audacias tan propias, — que intentara yo expresar a duras penas, con fórmu­las schopenhauerianas y kantianas, valoraciones extrañas y nuevas, que iban radicalmente en contra del espíritu de Kant y de Schopenhauer, así como en contra de su gusto! ¿Y de qué modo pensaba Schopenhauer sobre la tragedia? «Lo que confiere a todo lo trágico el impulso peculiar hacia la elevación — dice en El mundo como voluntad y representación, II, 495 — es la presentación del conoci­miento de que el mundo, la vida no pueden dar una satisfacción auténtica, por tanto, no son dignos de nuestro apego: en esto consiste el espíritu trágico — , ese espíritu conduce, así pues, a la resignación». ¡Oh, de qué manera tan diferente me hablaba a mí Dioniso! ¡Oh, qué lejos se hallaba entonces de mí precisamente todo ese resignacionismo! — Pero en el libro hay algo mucho peor, que yo ahora lamentó más aún que haber oscurecido y deteriorado presentimientos dionisíacos con fórmulas schopenhauerianas: a saber, ¡que para mí quedó deteriorado, y de forma absoluta, el grandioso problema griego, tal como a mí se me había presentado, por la intromisión de las cosas más modernas! ¡Que puse esperanzas donde no había nada que esperar, donde todo apuntaba de manera demasiado clara hacia un final! ¡Que, basándome en la última música alemana, comencé a inventarme fábulas sobre el «ser alemán», como si éste estuviera precisamente a punto dé descubrirse y de reencontrarse a sí mismo — y ello en una época en la que el espíritu alemán, que no hacía aún mucho tiempo había tenido la voluntad de dominio sobre Europa, la fuerza de ser guía de Europa, acababa de dimitir definitiva e irrevocablemente y, bajo la pomposa excusa de una fundación-del-Reich, hacía su tránsito a la mediocrización, a la democracia y a las «ideas modernas»! De hecho y entre tanto he aprendido a pensar de manera suficientemente desprovista de esperanzas y miramientos acerca de ese «ser alemán», al igual que de la música alemana de ahora, la cual es romanticismo de los pies a la cabeza y la menos griega de todas las formas posibles de arte: y todavía más, una destrozadora de nervios de primer rango, doblemente peligrosa en un pueblo que ama la bebida y honra la oscuridad como una virtud, es decir, en su doble propiedad de narcótico que embriaga y, a la vez, ofusca. — Al margen, obviamente, de todas las esperanzas apresuradas y las erróneas aplicaciones prácticas al presente más inmediato con las que me estropeé entonces mi primer libro, permanece el gran signo de interrogación dionisíaco, tal como en él está planteado, también en lo que se refiere á la música; ¿cómo tendría que estar constituida una música que no fuera ya de origen romántico, igual que el de la alemana — sino de origen dionisíaco? …

7

— Pero, señor mío, ¿qué es romanticismo en el mundo entero si su libro no es ro­manticismo? ¿Se puede atizar el odio proflmdo contra el «tiempo de ahora», la “realidad” y las «ideas modernas» más allá de lo que se hizo en su metafísica-de-artista? —¿la cual prefiere creer hasta en la nada, hasta en el demonio, antes que en el «ahora»? ¿No se oye, saliendo por debajo de todo su arte-de-las-voces y de su seducción-de-los oídos contrapuntística, el zumbido de un bajo continuo de cólera y de placer destructivo, una furiosa resolución contra todo lo que es «ahora», una voluntad que en modo alguno está demasiado lejos del nihilismo práctico y que parece decir «¡es preferible que hada sea verdadero antes de que vosotros tengáis razón, antes de que vuestra verdad siga teniendo razón!»? Escuche usted mismo, señor pesimista y deificador del arte, con un oído más abierto, un único pasaje escogido de su libro, aquel pasaje-de-los-matadores-de-dragones que no está desprovisto de elocuencia, y que puede sonar de manera capciosa-atraparratas para oídos y corazones jóvenes: ¿cómo?, ¿no es ésta la genuina e inequívoca profesión-de-fe-de-los-románticos de 1830 bajo la máscara del pesimismo de 1850?, tras de la cual también se preludia ya el habitual finale-de-los-románticos, —fractura, hundimiento, retomo y prostemación ante una vieja fe, ante el viejo dios… ¿Cómo?, ¿no es su libro-de-pesimista incluso una pieza de antihelenidad y de romanti­cismo, incluso algo «tan embriagador como ofuscante», un narcótico en todo caso, has­ta una pieza de música, de música alemana?

Pero escúchese una generación que crezca con ese denuedo en la mirada, con ese heroico impulso hacia lo enorme, imaginémonos el paso audaz de estos matadragones, la orgullosa temeridad con la que vuelven la espalda a todas las doctrinas de debilidad del optimismo, para «vivir resueltamente» en integridad y plenitud: ¿no debería ser ne­cesario que el ser humano trágico de esa cultura, en su autoeducación para la seriedad y para el horror, tuviese que desear un arte nuevo, el arte del consuelo metafísico, la tragedia, como la Helena que le es inherente, y tuviese que exclamar con Fausto:

Y no debo yo, con violencia colmada de nostalgia, traer a la vida esa figura de máxima singularidad?

“¿No debería ser necesario?”… No, tres veces no!, jóvenes románticos: !no debería ser necesario! Pero es muy probable que eso acabe así, que vosotros acabéis así, es decir, «consolados», como está escrito, pese a toda la autoeducación para la seriedad y para el horror, «metafísicamente consolados», en suma, como acaban los románticos, cristianamente… ¡No! Vosotros deberíais aprender antes el arte del consuelo en el más acá,r— vosotros deberíais aprender a reír, mis jóvenes amigos, si, por otro lado, queréis continuar siendo totalmente pesimistas; quizás a consecuencia de ello, como reidores, algún día enviéis de una vez al diablo todo el consuelismo metafísico — ¡y la metafísi­ca en primer lugar! O, para decirlo con el lenguaje de aquel duende dionisíaco cuyo nombre es Zaratustra:

Levantad vuestros corazones, hermanos míos, ¡arriba! ¡más arriba!, ¡y no me ol­vidéis tampoco las piernas! Levantad también vuestras piernas, vosotros buenos bai­larines, y aún mejor: ¡sosteneos incluso sobre la cabeza!

Esta corona del que ríe, esta corona de rosas: yo mismo me he puesto sobre mi cabeza esta corona, yo mismo he santificado mis risas. A ningún otro he encontrado suficientemente fuerte hoy para hacer esto.

Zaratustra el bailarín, Zaratustra el ligero, el que hace señas con las alas, uno dispuesto a volar, haciendo señas a todos los pájaros, preparado y listo, bienaventurado en su ligereza: —

Zaratustra el que dice verdad, Zaratustra el que ríe verdad, no un impaciente, no un incondicional, sí uno que ama los saltos y las piruetas: ¡yo mismo me he puesto esa corona sobre mi cabeza!

Esta corona del que ríe, esta corona de rosas: ¡a vosotros, hermanos míos, os arrojo esta corona! Yo he santificado el reír; vosotros hombres superiores, aprendedme — ¡a reír!

Así habló Zaratustra, cuarta parte, p. 87.

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